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Tomar la palabra: esbozo para una comprensión de la desobediencia civil desde su dimensión discursiva. Taking the floor: outline for an understanding of civil disobedience from its discursive dimension. |
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Carlos E. de Tavira Leveroni
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DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.27b23 | |||||||
Recibido: 13/02/2023 |
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Cómo citar este artículo (APA): En párrafo: En lista de referencias:
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Resumen. Palabras clave: Desobediencia civil, Estado de derecho, Democracia, filosofía política. Abstract. Keywords: Civil disobedience, Rule of Law, Democracy, political philosophy. |
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Introducción Ahora bien, tal como lo ha expresado Kant en su segundo anexo de Hacia la paz perpetua, según la primera formulación trascendental de la publicidad: “Todas las acciones que se refieren al derecho de otros seres humanos cuyas máximas no estén en concordancia con la publicidad son injustas” (Kant, 2018, p. 381). La perspectiva contractual, al refrendar la agencia autónoma del individuo, ofrece, por una parte, la justificación de la obediencia; mas, por la otra, los elementos suficientes para denunciar la injusticia e ilegitimidad de los actos de los representantes del pueblo. El modelo de Estado de derecho propio del contractualismo, al igual que la justicia de sus leyes, tiene como piedra de toque el reconocimiento público y la discusión. De manera que, desde los inicios del Estado liberal de derecho, la necesidad del reconocimiento intersubjetivo de la sociedad civil se enviste con un papel regulativo de los poderes del gobierno, en los que el uso público de la razón debe, menesterosamente, hacerse discurso. Y, tal como Kant nos invita a pensar en su texto dedicado a la ilustración, el uso público razón, ese capaz de denunciar los errores del Estado es la muestra de la madurez de una sociedad y de los individuos que la componen. Ahora bien, una pregunta que nos aborda es: ¿contiene el marco contractualista los elementos para justificar el desacato a normas injustas, como acción ciudadana legítima? Bien sabemos que el contractualismo, de Locke a Kant, delinea las pautas para fundamentar la crítica al gobierno; empero, al conceder un lugar fundamental a la teorización de la obediencia política, ¿son claros sus límites? Asimismo, de tener por cierto que el acto colectivo de manifestar desacuerdo ante ciertas leyes o normas es propio del Estado liberal de derecho, ¿puede ser éste interpretado a partir de una pragmática del discurso? Este escrito, tiene por objetivo explorar la discursividad en la desobediencia civil como una alternativa interpretativa fecunda, para lo cual, (I) partiremos de exponer sucintamente los fundamentos de la obediencia civil acuñados al contractualismo. Posteriormente (II) hemos de enmarcar algunas conceptualizaciones esgrimidas por distintos pensadores de la desobediencia civil, arrojando luz sobre sus cualidades democráticas y sus límites. En seguida, (III) nos dispondremos a acentuar los fundamentos teórico-discursivos que caracterizan a la desobediencia civil como un acto de resistencia y denuncia colectiva que sólo es inteligible al interior del Estado de derecho; en ese tenor, nos será propio asir una comprensión particular de la desobediencia civil en tanto discurso performativo y como expresión fundamental del uso público de la razón para la autocorrección del Estado en el umbral de la legitimidad y la legalidad. Los tres pasos por los que pretendemos aproximarnos a la dimensión discursiva de la desobediencia civil repararán en un armado argumentativo que, si bien tiene como punto de partida el modelo contractualista moderno, deviene también sistemas filosófico-políticos contemporáneos como son los de John Rawls y Jürgen Habermas. Asimismo, no nos es favorable apartar la vista de las contribuciones clásicas en el campo de la teoría del discurso como son las de John Austin, las cuales serán tangencialmente evocadas. Por otro lado, sería igualmente equívoco ignorar los avances sociológicos en las teorías de los movimientos sociales, que igualmente han abierto paso a la discusión sobre la performatividad en fenómenos de resistencia civil. Lo característico del presente abordaje radica en el valor iusfilosófico del uso público de la razón como agencia colectiva y deliberativa capaz de cuestionar, por medio de la voz, los límites de la legalidad y de la legitimidad y así reivindicar la voluntad general y la soberanía popular. Como puede resultar evidente, la concepción de desobediencia civil aquí asumida no pretende separarse paradigmáticamente del liberalismo político ─como realizan autores como Robin Celikates (2016)─ sino que se pretende partir de la fundamentación ético-política propia del Estado liberal de derecho hoy preponderante en nuestras sociedades democráticas modernas. Obediencia y contrato La filosofía del derecho, desde gran parte de sus tradiciones, no vacila en afirmar que la fuerza de ley es coercitiva, no obstante, depende de un cierto consentimiento de los individuos mediante actos de voluntad que legitiman dicha ley. La doctrina contractualista concentra este acto de voluntad en la situación hipotética de un pacto en que cada cual se suma, ofrece su obediencia con la intención de obtener un fin mayor (seguridad, paz, libertad, justicia, etc.). Por enunciar un ejemplo, podemos recordar con John Locke ofrece la consideración de la fuerza de la ley aduciendo lo siguiente: “El cuerpo se mueve hacia donde lo impulsa la fuerza mayor, y esa fuerza es el consentimiento de la mayoría; por esa razón quedan todos obligados a la resolución a que llegue la mayoría” (Locke, 2006, p. 96). La fuerza del cuerpo colectivo se instituye en el derecho, mediante la ley. El principio que permite la cohesión es, en efecto, la igualdad ante el orden jurídico, el cual dimana de una igualdad natural. Los seres humanos son naturalmente iguales, no obstante, sin un pacto social que les regule, la justicia por propia mano provoca toda clase de sometimientos ilegítimos; con el objetivo de dirimir estas diferencias, la ley se erige sobre un principio de igualdad en derecho y en deber. Todos y cada uno deben renunciar a su voluntad individual para tramar una voluntad general. La obediencia refrenda el principio de igualdad ante la ley y es condición para la libertad como autonomía, es decir, la asunción de normas que uno mismo se da. De ello se torna absolutamente necesario:
A fin de que este pacto social no sea, una vana fórmula, él encierra el compromiso, que por sí mismo puede dar fuerza otros, de que cualquiera que se rehúse a obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo; lo cual no significa otra cosa sino que se le obligará a ser libre (Cf. Rousseau, 2007, p. VII). ¿Ello implica que toda positivación de la voluntad general es siempre justa y legítima? Destacará Rousseau que “[e]l más fuerte no será nunca bastante fuerte para ser siempre el amo si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber” (Rousseau, 2007, p. III). Para Rousseau la voluntad general no puede errar, pero es a menudo engañada y puede actuar contraria a los fines que a sí misma se ha dado (Cf. Rousseau, 2007, p III), por lo que las leyes decantadas de ese engaño, si bien son legítimas en el sentido de que apelan a la voluntad del pueblo, no por ello deberían ser tenidas llanamente por justas. Tras leer las líneas anteriores, es inevitable encallar en el siguiente cuestionamiento: si la voluntad general puede errar, y las leyes que de ella se desprenden pueden no ser las correctas, ¿por qué hemos de obedecer aquellas normas que sean injustas? John Rawls, opinará en ese respecto que “una persona está obligada a cumplir su parte, especificada por las reglas de la institución cuando ha aceptado voluntariamente los beneficios del esquema institucional […] siempre y cuando la institución sea justa o imparcial […]” (Rawls, 1995, p.314). Es decir que, en la dimensión del contrato social, los ciudadanos están obligados a obedecer las leyes que del contrato emanan, si y sólo si la institución social es justa. Rawls tiene por cierto que la obligación de obedecer leyes justas dentro de un régimen constitucional justo es un menester innegable; ahora bien, la problemática se agudiza si suponemos que el régimen, si bien es próximo a ser considerado justo, promulgue alguna ley injusta. Dice Rawls: “[s]olo unos cuantos consideran que cualquier desviación de la justicia, por pequeña que sea, anula el deber de obedecer las normas actuales” (Rawls, 1995, p.323) y prosigue, “[e]n un Estado casi justo, tenemos normalmente el deber de obedecer las leyes injustas en virtud de nuestro deber de apoyar a la constitución justa” (p.323). Sin embargo, el problema se eleva cuando aquella norma o disposición, además de ser perniciosa, atenta contra las esencias constitucionales (Rawls, 2006). Un individuo puede hallar en ella la injusticia pese esta ser legitimada por la mayoría. Esta situación conduce a cuatro posibilidades de agencia de los ciudadanos: por un lado, obedecerla pese a sus propias consideraciones; en segundo lugar, pueden negarse individualmente a acatarla, acto conocido mejor por el nombre de “objeción de conciencia”; en tercer lugar, cuando se trata de un grupo o una parte de la población en general la que disiente de la calidad de justicia de una ley, se traza el camino a la “desobediencia civil”; y, una cuarta vía de acción es llamada por Rawls, “la resistencia militante”, que se identifica mayormente con la praxis revolucionaria. El siguiente apartado centrará la mirada en la desobediencia civil, teniendo como antecedente el tratamiento de la obediencia a grandes rasgos enunciada hasta ahora. Se dejará fuera del análisis a la objeción de conciencia, dado que, como se explicará más adelante, este ejercicio es plenamente individual y apela a principios morales e ideológicos que necesitaría de un trabajo descriptivo que dista de lo aquí esbozado. Igualmente, renunciaremos a la oportunidad de examinar el tópico de la resistencia militante, puesto que no sólo niega la condición de justicia del ordenamiento jurídico, sino que, de modo radical, se propone una transformación que desconoce la legitimidad del régimen político en su totalidad. Desobediencia civil y la autocorrección del Estado.
Entendamos, pues, que el Estado de derecho funciona bajo un orden dinámico que, si bien debe orientarse en virtud de un concepto compartido de justicia, es autocorregible. Es así, siguiendo la idea anterior de Habermas, que la capacidad del Estado de renovarse, ampliarse y conservar su status jurídico, descansa sobre instancias institucionales como el poder legislativo y la participación democrática mediante el sufragio. Ahora bien, ¿cómo puede conservarse la democracia de un régimen constitucional en caso de que los mecanismos de autocorrección fallen en la empresa de abogar por los intereses de la ciudadanía?, ¿no recaerá en la población el poder de defender la legitimidad de la democracia?, ¿tiene la ciudadanía el legítimo derecho a disentir de la ley, y actuar en consecuencia, en aras de defender la justicia? Para disponer respuesta alguna a los cuestionamientos precedentes hemos de sumergirnos en uno de los principales antecedentes a esta problemática. David Thoreau, en tiempos de la invasión estadounidense al territorio mexicano, escribe su destacado ensayo sobre la Desobediencia civil. En él, explora distintas contradicciones del gobierno de los Estados Unidos, a más de cincuenta años de su independencia, como son el esclavismo y el sistema tributario. Lo que Thoreau exhibe es el disentimiento del ciudadano, no propiamente frente a una ley particular, sino frente a su gobierno, tal como la capacidad de actuar racionalmente con la intención de no legitimarlo. No bastará para Thoreau con el cambio en la dirección del sufragio como medida de protesta, pues arguye:
Lo preciso no es sino perseguir las propias convicciones, por encima de toda norma, aun si ello implica no acatar la ley. Para Hannah Arendt, es a Thoreau a quien debemos la instalación del término de la desobediencia civil en la discusión política, sin embargo, lo hará, según Arendt, desde una conciencia apolítica dado que no tiene la intención de mejorar colectivamente a la humanidad, sino que se ciñe a la conciencia individual como rectora de la acción. La crítica de Arendt a la iniciativa de Thoreau, en su obra Crisis de la república, distinguirá cabalmente entre la convicción individual de violar o eludir la ley frente a la acción coordinada por grupos vulnerados de desobedecer las normas en beneficio de un fin común. En el primer caso, los objetores de conciencia pueden justificarse a partir de principios morales individuales o religiosos. Por otro lado, los desobedientes civiles, partirán de un consenso y de un posicionamiento político compartido. Aclara Hannah Arendt:
Por otro lado, preguntándose sobre los límites entre la desobediencia civil y la delincuencia, apunta Arendt
Pese a que en ambas situaciones la ley es desacatada, las causas, los motivantes y la acción en sí misma es completamente diferente tanto desde un punto de vista político como moral. Fijando la mirada específicamente en la desobediencia civil, será Habermas quien le considerará la piedra de toque de la democracia; en otras palabras, le concederá el estatuto de prueba vital de la madurez democrática del Estado de derecho. En un análisis iusfilosófico, esgrime que “[t]odo Estado democrático de derecho que está seguro de sí mismo, considera que la desobediencia civil es una parte componente normal de su cultura política, precisamente porque es necesaria” (Habermas, 2002, p.54). Para Habermas, la desobediencia civil, como acción generadora de nuevos consensos allende la disidencia frente a la legalidad de ciertas normas o mandatos, es un síntoma de la madurez política de un Estado de derecho. Madurez que deviene en función de la legitimidad del orden y no solamente de su legalidad: “el Estado democrático de derecho, al no fundamentar su legitimidad sobre la pura legalidad, no puede exigir de sus ciudadanos una obediencia jurídica incondicional, sino una cualificada” (Habermas, 2002, p.58). La obediencia o desobediencia de la ley, en estos términos, se sitúa en el campo de la legitimidad de un consenso, y descansa sobre el fundamento de que la democracia es un proyecto inacabado y perfectible[1].
Los desobedientes se mueven en el umbral entre la legitimidad y la ilegitimidad (Cf. Habermas, 2002, p.63)pues, al no estar sujetos a un marco jurídico de la protesta ─más allá de la libertad de asociación, la libertad de expresión o al derecho a manifestarse por la exigencia de mejora de las condiciones laborales, por mencionar algunos─, dependen de su efectiva interpelación a la opinión pública. Mientras que para Thoreau bastaría con que las convicciones individuales del sujeto discrepasen con la ley para soslayarla, como hemos dicho; Habermas, por ejemplo, se inclina por justificar la disidencia bajo la forma de reafirmación de los fundamentos morales reconocidos intersubjetivamente en los principios constitucionales. Con ello se abre frente a nosotros una disyuntiva respecto a la fundamentación ética de la desobediencia civil: tenemos, por un lado, una apelación que pondera la subjetiva opción por acatar ─o no─ los mandatos del Estado; y, por otro, la defensa de una voluntad conjunta. “No basta [denuncia Habermas al fundamentar su ética del discurso] con que cada individuo si puede aceptar o no cada norma. […] Antes bien, lo necesario es una argumentación real en la que participen de modo cooperativo los afectados” (Habermas, 2008, p.78). Desde otro camino argumentativo, Rawls definirá a la desobediencia civil, “como un acto público no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley, o en los programas de gobierno” (Rawls 1995, p.332). Para Rawls, al igual que para Arendt, la condición de publicidad y de no violencia son definitivas para que un acto de desobediencia pueda ser considerado como tal y no incida en los límites de la criminalidad: “cualquier violación a las libertades civiles de los demás [insiste Rawls] tiende a oscurecer la calidad de la desobediencia civil del propio acto” (Rawls, 1995, p. 334).
Es consciente porque va dirigido a la negación de alguna ley o programa preciso, y es político:
La desobediencia civil es un acto público no solo en tanto a que apela a valores públicos, sino que también su repertorio de lucha debe de realizarse en el foro público y busca de la legitimación de la población. La desobediencia, tiene, incluso un carácter discursivo, “[…] consiste en dar voz a convicciones conscientes y profundas […]” (Rawls, 1995, p.334); “como la desobediencia civil es un tipo de alocución que tiene lugar en el foro público, ha de tenerse cierto cuidado de que esto sea claramente entendido” (Rawls, 1995, p.342). Discursividad y desobediencia civil. performatividad del discurso desobediente. ¿Qué entender por performatividad en este tópico? Admitamos, primeramente, que el verbo to perform del inglés puede traducirse como realizar, lo cual nos puede conducir a reconocer su polisemia. Ahora bien, su conceptualización ha sido diversa, y dependiendo de la esfera intelectual en que este término sea utilizado es que ha adquirido su sentido. Por ejemplo, al interior del campo conceptual de la sociología política, suele aludirse a la perfomatividad de los movimientos sociales y políticos en un sentido de expresión corporal, una acción colectiva en la que, como señala Charles Tilly, “los participantes interactúan entre sí, existen espectadores, objetivos de reclamo, competidores y autoridades” (Tilly, 2008, p. 12). Tilly bien reconoce que el performance es un tipo de comunicación, sin embargo, su uso parece más bien asimilarse al concepto de manifestación. En distintos textos más de sociología de los movimientos sociales, la perfomatividad resulta de una comprensión específica del performance heredera de la teoría teatral como puede verse en Espacios y repertorios de la protesta de Sergio Tamayo (2016). Incluso, las ciencias sociales han contribuido desarrollo del concepto de constelaciones performativas (Rovira, 2019), la acción colectiva en las que los cuerpos disidentes se coordinan en un repertorio específico de lucha. Aquí atenderemos a un sentido de performatividad distinta, a saber, la heredera de la teoría de la performatividad del discurso de John Austin. Recordamos que Austin, en sus conferencias Cómo hacer cosas con palabras (2018), postula, con la noción de performative act (acto realizativo o performativo), el estudio de los actos de habla como acciones que cumplen por sí mismas una función que trasciende el simple propósito de constatar actos no lingüísticos. Actos como perdonar, declarar o juzgar no describen o registran nada, sino que el hecho de emitir cierta expresión es ya por sí mismo realizar una acción (Austin, 2018, p. 51) La sociología política, en su noción de performatividad no ignora la teoría de Austin, no obstante, se decanta por una interpretación en la cual la realización, o el performance, se vincula mayormente a una manifestación corporal, no propiamente lingüística. Para la teoría de los movimientos sociales, el acto es en sí mismo discurso, para la teoría de Austin, por el otro lado, el discurso es en sí mismo acto. Es así como, siguiendo la noción pragmática de Austin, declararse en contra de una ley, o bien, denunciar la injusticia de una decisión del gobierno, puede considerarse un acto performativo que solo es comprensible en tanto sus intenciones de comunicar e interpelar discursivamente a la población. Lo anterior cobra sentido para nuestra propuesta siendo que los argumentos, que se sustentan en principios morales y políticos, son forzosamente actos discursivos dotados de intencionalidad y realizados en foro público. El esbozo interpretativo que aquí proponemos tiene como pretensión destacar la función discursiva que la desobediencia civil representa para las democracias modernas. Tenemos por supuesto que, no importa si adoptamos la perspectiva deliberativa de Habermas, el liberalismo político de Rawls, o el modelo de democracia procedimental de Bobbio, nos encontramos con un demos dotado de logos, y, por añadidura, con el principio de isegoría¸ como igual valor de la palabra en el espacio público. Incluso Arendt en su lectura de la vita activa enfatiza que el ciudadano se hace presente políticamente por medio de praxis y lexis. El uso de la palabra es la materia prima de la democracia tanto en su realización antigua como en la moderna. Conclusiones Aquí se presume que reducir la desobediencia civil y a los movimientos sociales a la coordinación de cuerpos, puede dirigir el análisis ético-político a la corrección del repertorio de lucha, ¿es o no correcto rayar los monumentos? Este alejamiento de la dimensión discursiva es el que suele obstaculizar el alcance de un diagnóstico preciso de los movimientos de nuestros tiempos. Olvidarse de que la democracia emerge del hecho de que la ciudadanía es agente discursivo, es olvidarse de las cualidades del demos mismo. Ahora bien, existe una característica fundamental de las democracias que no debemos soslayar: si bien no puede reducirse ésta la simple regla de la mayoría, ésta es definitiva en la articulación del poder político. A diferencia de otras formas de gobierno como la monarquía o la aristocracia, la democracia precisa del uso de la razón pública y del principio de publicidad; entiéndase por el primero la autonomía de pensamiento de cada individuo y su libertad de discutir irrestrictamente; y, por el segundo, la validez de las normas, en tanto puedan ser universalmente aprobadas por el pueblo. Tomar la palabra es, en efecto, el acto más natural que debiera acontecer en las democracias, es su fundamento. Restringir la evaluación moral ex post facto a los actos no discursivos, o bien, aquellos desenvueltos por los cuerpos, puede conducir a una eterna discusión pública sobre la forma y ignorando deliberadamente el fondo de la desobediencia colectiva; hecho mismo que contamina constantemente la interpretación de fenómenos como el 68 mexicano, el movimiento feminista o al EZLN por enunciar algunos. Finalmente, siendo este un limitado y discutible esbozo, nos permitimos señalar algunas posibles rutas de abordaje que nos son desveladas. Podría, por un lado, desplegarse un camino analítico desde la mirada de Ernesto Laclau, la cual también reconoce a las luchas políticas de resistencia como batallas discursivas, en las que se busca performativamente engarzar un sentido aquellos grandes significantes vacíos (1993). Una segunda vía, la cual ya se ha dejado ver en este intento de propuesta, es la ética discursiva, la cual admitiría que el ejercicio desobediente es capaz de introducirse al discurso público contribuyendo a la deliberación democrática, remplazando consensos injustos por medio de la argumentación. Una tercera, pero que seguramente no es la última posible, es la tradición del análisis del discurso. A sabiendas de que los movimientos desobedientes al interior de sus amplios repertorios siempre dan lugar a la palabra ─escrita o hablada─, el análisis crítico del discurso, como puede ser el construido por Teun Van Dijk, nos ofrece una senda metodológica de comprensión mediante la cual nos resultarían más evidentes elementos sociolingüísticos que contribuyen a la deliberación pública. En todo caso estudiar la desobediencia civil requiere analizar actos de habla, precisar su intencionalidad, observar su recepción al interior de una comunidad comunicativa, destacar sus alcances y sus límites argumentativos, reivindicando el uso democrático de la voz, cediéndole su justo lugar como fuerza fundadora y reformuladora de leyes.
Notas: [1] La desobediencia civil será para Habermas, uno ─y quizás el último─ de los mecanismos de autocorrección en el proceso de aplicación del derecho y de su innovación (Cf. Habermas, 2002, p.61)
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Universidad de Guadalajara Departamento de Filosofía / Departamento de Letras |
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