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Proyecto creador y campo cultural: algunos ejemplos en la novela de la Revolución Mexicana. Creative project and cultural field: some examples in The Novel of the Mexican Revolution. |
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Ricardo Torres Miguel
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DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.21b23 | |||||||
Recibido: 26/03/2023 |
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Cómo citar este artículo (APA): En párrafo: En lista de referencias:
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Resumen. Palabras clave: Bourdieu. Teoría literaria. Intelectuales. Nacionalismo. Abstract. Keywords: Bourdieu. Literary theory. Intellectuals. Nationalism. |
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La sociedad vista como unidad integradora de fenómenos culturales, políticos e ideológicos es la base para pensar que existen relaciones de interactividad entre unos y otros elementos, pues en dicho pensamiento se da la premisa de que hay condiciones y limitantes que se imponen hacia cada una de las partes, dando así la apariencia de una compleja red de organismos que trabajan en una simultaneidad jerárquica. A saber, existen restricciones que van a mediar las producciones humanas, esto es, en específico, las manifestaciones culturales y artísticas, lo que dará por resultado la aparición de sujetos encargados de promover tales manifestaciones por medio de una atracción, digámosle magnética hacia la condicionante, llamémosle “aparato regidor”. En sentido mediático acostumbramos etiquetar y agrupar las producciones del arte, ejemplos bastan y sobran, Noveau roman, Boom latinoamericano, etc. Pero es preciso, y además, obligación explicar por qué una novela, un poema, una obra de teatro, una película han sido designadas como parte de una organización mayor, que en muchos casos es arbitraria y poco seria. La respuesta rápida a esta cuestión sería porque hay claves de estilo y de tradición que nos permiten establecer categorías genéricas, en donde se da la relación de semejanza entre los objetos seleccionados. Sin embargo, hay herramientas metodológicas que brindan la capacidad de saber por qué, por ejemplo, una obra, a veces en apariencia opuesta, guarda una pertenencia a una estructura mayor, es decir, está dentro de una red que la condiciona y la sitúa en un nivel. El presente trabajo pretende seguir algunas herramientas de la teoría sobre Campo intelectual y proyecto creador dada por Pierre Bourdieu, en cuanto explique la situación del campo cultural y la función del intelectual como individuo regido por éste, aplicada en este caso a entender el entorno social y cultural durante la gesta de la novela de la Revolución mexicana. El objetivo primordial es revisar la significación, como nombre genérico, de novela de la Revolución Mexicana para comprender el campo cultural de donde pertenece y, sobre todo, comprender cómo el Estado contribuyó a consolidarla para difundirla como proyecto nacionalista. Como punto de partida, no es fácil olvidar el epígrafe dado por Bourdieu citando a Proust, al comenzar su exposición, sobre las relaciones de supervivencia que guardan los microbios y los glóbulos emparentándolos con las escuelas y las teorías, en donde presupone una lucha por alcanzar un objetivo, sin importar a quién o a qué se devore para tener dicho objetivo. Lo que pudiera parecer en Bourdieu como una visión de la ley del más fuerte o algo parecido, es más bien una situación de la que se vale para engarzarla con su primer y más importante postulado:
De lo cual es posible inferir que nuestro autor ve a los niveles sociales y culturales como una red de organismos vivos, es decir, como si estuviera examinando un ente orgánico en un microscopio, y los agrupa en una red todavía superior, el campo intelectual, el cual será condicionante y servirá como una entidad magnética que, a su vez, tendrá una participación en el campo cultural, que es aquel que guarda relaciones aún más grandes, pues es el campo donde entramos todos, los escritores, los editores, los críticos y el público. En este tenor, Bourdieu señala que la aparición del capitalismo (y en esto entablará un diálogo casi permanente con Lucien Goldmann y su Estructuralismo genético) fue el responsable de la creación de casas editoras grandes (las llama autoridades) y dio como seguimiento la formación del intelectual autónomo, el cual sólo verá las restricciones que le brinde su propio proyecto creador. (2003, p. 244). Así, veremos, según Bourdieu, un intelectual indiferente al público y solícito a las restricciones de su campo cultural. Como parte de esto, el autor señala la carencia que encuentra, en este caso, la estética de la recepción, en especial con R. H. Jauss, pues niega que exista un lector ideal, ya que éste sólo será otro intelectual igual que él, esto es, indiferente hacia un público común. Aquí la crítica se extenderá hacia el crítico literario, pues igualmente no tendrá atención al público común, sino sólo al experto, es decir, aquel que entre en una misma comunicación, en un mismo diálogo. Es aquí donde Bourdieu menciona la situación de las restricciones en el arte, las cuales pueden ser de origen social, cultural o (veremos en el análisis posterior) político, pues la restricción condiciona al artista, y puede ser de su propio campo intelectual o puede ser por presión financiera, en donde el mercado editorial marcará la pauta para elegir que publicar o qué no.
En este sentido integrador, es menester apuntar la correlación que hay entre el escritor y la corrección crítica, ambos son parte de la evolución de la obra, pero en ellos se manifiesta nuevamente una condición y una marca de origen. Es así que el intelectual se verá imbuido dentro de una escuela, dentro de una corriente que lo influirá de tal manera que su proyecto creador se vea registrado como parte de esto. ¿Pero, quién notará esto? El público será quien devele esa marca del intelectual, él entrará en ese juego por descifrar y se volverá parte interactiva del proceso social.
No deja de llamar la atención que Bourdieu insista en calificar como “colectivo” el juicio de valor que provee la publicación a la obra, ya que L. Goldmann (1971) también referirá a la colectividad, pero enfocado hacia la creación de dicha obra. El estructuralismo genético presupone que hay un sujeto transindividual, es decir, un individuo que forma parte de un grupo social, el cual, a su vez, es el verdadero autor de la creación cultural. Así, el autor indica que todo comportamiento humano tiende a dar una respuesta significativa a una problemática dada, luego entonces, el comportamiento cultural funciona como entidad homóloga, pues ambos son el resultado de una estructura mayor en la que convergen idénticamente. Es así que cada parte de la red funciona en relación a su interdependencia, o lo que es lo mismo, todos necesitan de todos, pero cada uno tendrá su peso en la organización de manera que, las restricciones vendrán de una autoridad de carácter político o económico que regirán los hilos del campo intelectual. Es así que el intelectual pertenece a –en mayor o menor medida- una institución, la cual le dará reglas que regularan su comportamiento en relación a la cultura. (2003, p. 267). Bourdieu fue uno de los investigadores que hizo hincapié en el papel histórico y social del intelectual[1], al cual lo clasifica como aquel individuo que mediante su proyecto creador (el cual comparte con los otros miembros del campo cultural) se integra al grupo, interactúa con él y participa en él. En este sentido, siguiendo a R. Williams y A. Gramsci, mencionan que habrá un tipo de intelectual que servirá a una clase social y a un aparato cultural que lo condicionará y en el que se creará un aparato formador destinado a divulgar un proyecto, en este caso del Estado. Se convertirán en los portadores de la clase hegemónica y su influencia permeará sobre la sociedad civil. Estos individuos se hallarán en las distintas zonas que la cultura designa (escuelas, medios de comunicación: periódicos, revistas, cine, etc.) con el fin de imprimir la visión de la clase a la cual pertenecen. El intelectual también actuará de manera inconsciente, según Bourdieu, pues mantendrá relaciones, no percibidas por él, en las que significativamente mostrará alguna forma de pensamiento similar con sus coetáneos. Hay entonces lugares comunes que el intelectual tocará de forma automática, pues su academia o escuela se los proveyó, a veces intrínsecamente, “Los hombres formados en una cierta escuela tienen en común un cierto “espíritu”; conformados según el mismo modelo, están predispuestos a mantener con sus iguales una complicidad inmediata.”[2] (Bourdieu, 2003, p. 280). De esta manera, el objeto literario siempre se verá orientado al medio literario, a sus vertientes estéticas y genéricas y al medio sociocultural del cual pertenecen. “La producción para el mercado implica la concepción de la obra de arte como una mercancía, y la del artista, por más que él se defina de otra forma, como una clase particular de productor de mercancías.” (Williams, 1994, p. 41). Esta visión deshumanizante de la cultura es quizá, escalofriante para muchos, pero verosímil para otros, pues coloca al artista como un empleado más, sin distinción de clase y como un simple vendedor. Es importante señalar, que el estudio profundo de las bases de la cultura en relación a la sociedad está destinado a desentrañar los hilos que construyen dicha relación. Al parecer, según Bourdieu, no hay elementos aislados o desconectados, sino todo entra en una gran red de factores que permiten que el organismo viva auténticamente. En el plano histórico, las propuestas de Bourdieu y Williams son totalmente válidas, pues desentrañan los papeles que intervinieron los distintos agentes de la cultura para crear el objeto artístico tal y como ahora lo conocemos. Pero veamos ahora cómo funciona en el análisis de la novela de la Revolución mexicana. La novela de la Revolución mexicana La novela, en síntesis, reflejó en sus cuadros la insurrección reformista contra el régimen dictatorial de Porfirio Díaz. La Revolución de 1910 se vio por los autores de esta época, como un problema de lucha de masas, no como un proyecto organizado en el que hubiera consciencia de las consecuencias de la revuelta, tanto en el ámbito cultural como social. Abundaban en ella los individuos o personas comunes, escasearon los teóricos y pensadores de otras naciones. La ideología imperante, con la que concertaron la mayoría de los críticos de estos tiempos, fue la del liberalismo social, comúnmente relacionada con el socialismo, pues la base como primera instancia era buscar la distribución equitativa de la riqueza, señalada en la forma de repartición y propiedad de las tierras de forma justa para los más menesterosos. El factor histórico fue inseparable para la constitución de la narrativa realista –revolucionaria, las producciones literarias giraron en torno de la guerra civil, llenando las páginas de violencia, sangre y barbarie, fruto del medio social como origen de esta literatura. El rostro de México se había inundado de soldaderas, revolucionarios, metralletas y descarrilamientos. La epopeya de la Revolución, coincidieron algunos, encontró en su literatura el florecimiento de héroes dispuestos a derramar la sangre de los tiranos, como espectáculo épico y cruel, digno, sin duda, de la más elevada crónica. El movimiento armado fue práctico, buscó un cambio inmediato y, quizá por ello careció de forma y de cohesión. Los intelectuales de esta época no rehuyeron de su compromiso social, su postura fue también contestataria, sólo que su respuesta debía ser desde el seno de la propia cultura, esto es, la educación, la cual creían era el perfecto eslabón que uniría armoniosamente al pueblo con su sociedad. (Reyes, 2004, p. 153-194). Así, la idea central era la lucha de clases como valor fundamental de las fuerzas revolucionarias. Se partía de la visión, dictada anteriormente por Morelos, al referirse a la abolición de la esclavitud y a la igualdad americana, como principios de equidad y justicia social. Heredera del realismo y naturalismo decimonónico, la llamada novela de la Revolución mexicana tomó de estas corrientes artísticas la preocupación y el compromiso social hacia su presente inmediato, esto es, la revuelta armada iniciada en 1910. La idea de nación estaba prácticamente derruida después de la Revolución, había entonces que construirla mediante la educación, en ella estaba cifrado el ideal revolucionario. Era en realidad, en gran parte, la continuación de los proyectos nacionalistas de Altamirano y Prieto, en cuanto estos ya habían iniciado esa “defensa” ante lo extranjero, lo europeizante, sólo que los intelectuales del diecinueve no fueron atraídos por un proyecto de Estado, fue más bien, parte de esa tradición romántica propia de la época. (Monsiváis, 1976, p. 184). Es difícil hablar de los escritores de esta época, pues ha habido un debate en cuanto se afirma que no fueron una generación comprometida en el sentido militante, es decir, no tomaron las armas para defender una ideología, como sucedió en otros países, no obstante, autores como Mariano Azuela intervinieron en la revuelta de forma activa, no por nada su figura como escritor será la insigne de la generación de intelectuales que verán en él y Los de abajo la pieza por antonomasia de la novela de la Revolución mexicana. Hacia 1925, se abrió una discusión sobre la literatura que se estaba haciendo en esos entonces. Se discutía que las letras mexicanas se habían “afeminado” y que los temas eran poco “viriles”, es decir, llenas de ornamento “superficial” y vacías de contenido ideológico. A cambio, decían, la literatura necesitaba llenarse de clamor revolucionario, esto es, que las obras literarias debían reflejar la realidad inmediata de aquella época. Ante esta proclama se dio el inicio para la fundamentación de una literatura que retratara lo mexicano, a través de escenas y cuadros realistas que tomaran aspectos de viva voz de la lucha armada. El ejemplo de este programa instaurador cultural es lo siguiente:
La alusión más importante de este acontecimiento es, sin duda, el llamado “descubrimiento” de Los de abajo de Mariano Azuela. En ella encontramos la insurrección dada por derecho natural, de la turba que se subleva sin saber por qué. Es la narrativa de los bandidos sociales que agrupan a su cuadrilla en el monte, víctimas de una injuria, para luego regresar convertidos en caudillos locales. (Torres, 2010, p. 48). Es, en parte, la continuación maniqueísta de la tradición decimonónica, focalizada en asignar bandos de buenos y malos, en este caso, protagonizados por peones, campesinos y federales. No obstante, el texto de Azuela no es precisamente una alabanza de la revuelta, sino más bien es una crítica un tanto pesimista de la lucha, de la “bola” y sus efectos negativos para el pueblo. Aunque, es, ciertamente, sobre todo en la primera parte de la novela, espejo de las costumbres de lo “mexicano” y, en tanto eso fue la clave para tomarla como la punta de lanza para conjurar el proyecto cultural posrevolucionario. A partir de ese momento se postulan las bases sociales, culturales e ideológicas que irán de construir el fervor revolucionario y el proyecto nacionalista. Habrá así, una ontología del revolucionario capaz de tener obras, conceptos y personajes idealizados conforme el nuevo régimen cultural. Los personajes encargados de promover la educación revolucionaria serán en palabras de Víctor Díaz Arciniega:
En gran parte, la militancia, permítasenos decirlo así, fue artística y estética. Aunque había una demanda por edificar, por parte del aparato gubernamental, un proyecto cultural y político que estableciera las bases, no sólo de la Revolución, sino del ser mexicano. De esta manera, el Estado se valdrá, como vimos con Williams y Gramsci, de intelectuales orgánicos, pues los literatos y abogados adscritos a este proyecto tratarán de impulsar las obras “revolucionarias”, rompiendo con esto lo “afeminado” de la literatura. El poder emanado del Estado será el campo intelectual que menciona Bourdieu, por lo que los intelectuales se verán atraídos hacia sí, generando con esto toda clase de críticas y alegatos por escritores consagrados y de otra época. Tal es el caso de Federico Gamboa, quien acusó a estos jóvenes autores de perseguir un “empleo de gobierno”, esto es, denotando el servilismo de éstos por tener trabajo y sustento seguro. Otros, como Max Aub, serán totalmente severos en sus juicios al declarar que no existe una novela de la Revolución, como sí la hubo en otras latitudes, ya que el nombre sólo lo impuso un gringo, y los escritores sólo se han dedicado a servir al partido mayoritario en pos del éxito de éste y de su proyecto nacional. (Díaz, 1989, p. 14-15). Es así que la relación condicionante funcionará plenamente en la medida que el Estado movió los ejes para la consolidación de su propia cultura nacional, la impuso y con ello, marcó su lugar dentro de la red, dentro del campo, como entidad regidora dispuesta a establecer patrones de dominio, en este caso político y económico, puntuales y precisos, pues la literatura “[...] no es sólo una expresión humana hermosa, sino, sobre todo, debe ser una expresión instructiva que sirva para fomentar un estado de conciencia y una moral colectiva.” (Díaz, 1989, p. 98). En lo subsecuente, el Estado, como bien se ha dicho, tomó su posición en el campo, imponiendo en la cultura “lo mexicano”, las décadas de 1930 y 1940 serán sintomáticas de esta visión generalizadora. La literatura y el cine serán los argumentos principales para ser las producciones mexicanísimas. Tendrán como sello comercial reflejar la esencia de la mexicanidad. El charro, la comida, la bebida, el valor y carácter serán, como lo fue en las novelas costumbristas del siglo XIX, la marca registrada de “lo nuestro”, lo que nos identifica y nos diferencia, por ejemplo, del agobio mercantilista de los Estados Unidos y su American way of life. En la categoría de voceros de la Revolución, estos intelectuales orgánicos no serán más que la herramienta necesaria del aparato estadista de la época posrevolucionaria. En la medida de que formaron parte vital del campo cultural del México “revolucionario” constituían, a su vez, el motor de la empresa más grande, quizá de todos los tiempos en México: educar al pueblo. No hay que olvidar la poderosa influencia del proyecto vasconcelista que, en ese entonces se venía haciendo, pues sin duda contribuyó con su magnetismo a que las conciencias de los escritores revolucionarios se vieran en la tarea de igualar, siquiera un poco, la fastuosa cruzada de Vasconcelos por el adoctrinamiento educativo. Después de los años de lucha fratricida en que se había sumido al país, los dirigentes de aquellos tiempos tenían la no menor tarea de reconstruir el presente de la nación, valiéndose en parte del pasado, pues era claro que las prerrogativas eran similares a los proyectos nacionalistas decimonónicos en cuanto se decía que había que revalorar lo nuestro, lo autóctono, el folclor de nuestras tradiciones y, sobre todo, mostrar el progreso que la revuelta de 1910 había logrado por los mexicanos. Era imposible pensar que tal revuelta sólo había logrado hundir más a México y que, la Revolución solamente les había cumplido a unos cuantos: la clase dominante. Como en el siglo XIX se enarbolaba a Cuauhtémoc y a Moctezuma, ahora se tenía como ídolos a Villa y a Zapata, caudillos vueltos héroes que el gobierno supo utilizar para sus propios fines. La intención era entonces crear una cultura “nueva” que posicionara en lo más alto las figuras y los héroes de la Revolución; la premisa era crear o “atraer” escritores que hicieran obras artísticas con contenido y temática de la reyerta, para justificar lo “nuevo”, lo que daría rumbo y éxito a los intereses de los dirigentes posrevolucionarios. El pasado tenía que servir como revulsivo del presente, es decir, hacerlo promisorio, que permitiera consagrar ideales, pero también intereses de poder, de imposición, de norma y alienación. Cobra aquí relieve la tesis de Bourdieu y su campo cultural en el sentido que “[…] la relación que un intelectual mantiene con su clase social de origen o de pertenencia está mediatizada por la posición que ocupa en el campo intelectual, en función de la cual se siente autorizado a reivindicar esta pertenencia […]” (Bourdieu, 2003, p. 284). Muchos de los intelectuales siguieron esta apuesta al pie de la letra, por ejemplo, la generación del Centenario (nombre dado por la conmemoración de la Independencia) se propuso impulsar el arte, la literatura y la educación como armas de lucha contra los fenómenos sociales imperantes de la época. Formuló desarrollar el estudio de las letras, su difusión y sus alcances como preceptos fuera de situaciones políticas, de manera que su compromiso con la revuelta fue un tanto similar como antes habían hecho los intelectuales del siglo XIX. No obstante, hay una visión crítica en cuanto que conocían de cerca las problemáticas históricas y sociales, pues en su escritura se dan las claves por las que, los “[…] falseamientos, parcialidades, prejuicios, exageraciones e idiosincrasias que encontremos en sus novelas también son de interés sociológico, ya que reflejan actitudes sociales, sobre todo las del grupo intelectual y las de otros grupos representados por los novelistas.” (Rutherford, 1978, p. 23). No obstante, también habrá referentes reaccionarios contra la imposición y limitantes, como plantea Bourdieu, pues algunos críticos antirrevolucionarios no verán la directriz del proyecto gubernamental de la nueva cultura como un símbolo del progreso y de la evolución resultado de la revuelta, sino como una plan sectario e inflexible que coartará toda elección opuesta contra el esquema de la novela de la Revolución. (García, 1923). En este tenor, podemos tomar igualmente los movimientos literarios de los contemporáneos y, sobre todo el de los estridentistas, los cuales no tenían un proyecto que sustentara la revuelta armada, ni mucho menos la búsqueda de un beneficio comercial o educativo del resultado de la reyerta. En diferentes ámbitos, los personajes críticos de la Revolución (intelectuales, políticos o simplemente letrados) situaron la revuelta como lucha de clases, ya que la clase pobre, identificada con los campesinos, buscaba derrocar a la clase oligárquica. Es así que el pueblo visto como entidad real y como preceptiva del orden de la cultura revolucionaria aparece como protagonista, como sujeto capaz de levantar juicios y proclamar su voz. La historia nos ha demostrado que el pueblo no ha logrado consolidarse como unidad, ha sido utilizado para fines demagógicos y su representación ha corrido a cargo de seres pletóricos, como los caudillos, ellos han movido los hilos del pensamiento colectivo, ellos –se pensaba- serían los encargados de dirigir al gobierno, al ejército, asimismo instaurarían un nuevo organismo social, un nuevo plan de renovación y de construcción de un proyecto nacional alterno, donde idílicamente se insertara en el imaginario a los desprotegidos. (Córdova, 1988, p. 107-135). Bajo este paradigma tenemos el punto de vista del historiador Luis González y González (1997, p. 245-256), quien atiende esa categoría desde la óptica, de cómo él lo dice, de los “revolucionados”, los sujetos que se vieron arrastrados por la turbulencia de los actos bélicos, pero en realidad no tuvieron una mirada global de los hechos. “Sólo de oídas” llegó la trifulca revolucionaria a la gente común, de manera que, en la práctica, la llamada “nueva” cultura revolucionaria fue, sobre todo en los primeros años de impuesta, inútil, pues la gente sólo de muy lejos llegó a escuchar de Villa o de Zapata. El balance histórico de Luis González proponía, realmente, incluir todas las voces, todos los puntos de vista, no sólo de teorías o ideologías, destinadas a guardarse en compilatorios de institutos y academias prestigiosas, sino debe ser necesario tener en cuenta a las multitudes y su papel en el escenario revolucionario. De lo contrario, la Revolución no será “hija del pueblo” como nos lo han hecho creer, sino hija de la clase dominante, de aquella que impuso su cultura, su ideología, su forma de ser “mexicano”, la que condiciona, limita y rige nuestro campo cultural.
Notas: [1] A propósito de intelectual, Alfonso Guerra en Literatura y compromiso social, señala la siguiente significación sobre la palabra: “El término intelectual comienza a circular en Francia a causa del manifiesto de adhesión al artículo J´accuse de Emile Zola en defensa del capitán Dreyfuss. El substantivo intelectual nace ligado a la política. El intelectual se definirá por ocuparse de la política. Hablar de intelectual y política es un pleonasmo.” (Benítez et.al., 2003, P. 17). [2] En mi opinión, la base de esta idea es la predisposición, la cual es inherente en toda época y en todo sitio, por ejemplo, están las “escuelas” y los ismos propios de las vanguardias y de las generaciones, las cuales tendrán claves en común de estilo, ideología, etc. [3] La nación se construye, según Benedict Anderson (2006, p. 23): como “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana. Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión.” |
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Universidad de Guadalajara Departamento de Filosofía / Departamento de Letras |
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