El sexo verborreico y la difuminación del género como resistencia al poder en una novela y dos textos dramáticos de Samuel Beckett.

Verbose sex and the blurring of gender as resistance to power in a novel and two dramatic texts by Samuel Beckett.

 
 

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Emanuel Pinasco
Universidad de Buenos Aires (ARGENTINA)
CE: manpinas14@gmail.com

 

DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.15b23  
 

Recibido: 14/03/2023
Revisado: 19/04/2023
Aprobado: 19/05/2023

 
 

Cómo citar este artículo (APA):

En párrafo:
(Pinasco, 2023, p. __)

En lista de referencias:
Pinasco, E. (2023). El sexo verborreico y la difuminación del género como resistencia al poder en una novela y dos textos dramáticos de Samuel Beckett. Revista Sincronía. XXVII(84). 369-392 DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.15b23

 

 

Resumen.
El presente trabajo se aproxima a tres escritos de Samuel Beckett desde la articulación de distintos posicionamientos teóricos contemporáneos que vinculan al eje de la palabra y la voz con el eje del sexo. Muchas investigaciones previas ya han rastreado problemáticas como la homosexualidad o el incesto en textos de este escritor, pero siempre planteándolas como cuestiones periféricas y puntuales. Sin embargo, existe la posibilidad de dar un paso más allá, y para hacerlo hay que modificar el marco teórico. Un marco más adecuado es la idea del género como acto performativo, entendido como puente entre el sexo y la subjetividad. El objetivo de este trabajo es dilucidar -mediante las herramientas previamente enunciadas- la forma en que el sexo ocupa el centro aporético de la escritura beckettiana.

Palabras clave: Verborragia. Homoerotismo. Confesión. Deseo. Género.

Abstract.
This paper approaches three of Samuel Beckett’s writings from the articulation of different contemporary theoretical positions that link the problematic of speech and voice with the problematic of sex. Many previous investigations have already traced problematics such as homosexuality or incest in texts by this writer, but always raising them as peripheral and specific issues. However, there is the possibility of going a step further, and to do so, the theoretical framework must be modified. A more appropriate framework is the idea of gender as a performative act, understood as a bridge between sex and subjectivity. The objective of this work is to elucidate -by means of the previously enunciated tools- the way in which sex occupies the aporetic center of Beckett's writing.

Keywords: Verbosity. Homoerotism. Confession. Desire. Gender/Genre.

 
 
 

Introducción: el sexo convertido en una almohada de palabras[1]
Una voz acosa a la oscuridad. Al subir el telón, lo primero que se nota es que falta el cuerpo. En el centro, flota una boca hablante. La obra de teatro No yo (1972) consiste en el discurso de esa boca, cuyo autor es el escritor y crítico irlandés Samuel Beckett (1906-1989), un gran referente del experimentalismo del siglo XX. Aunque No yo sea de su última etapa de escritura, más minimalista, Beckett diseña personajes similares para sus otros textos. Un caso es Fin de partida (1957), un texto dramático publicado luego de Esperando a Godot (1952), cuando Beckett ya tiene cierto éxito y reconocimiento. En él hay cuatro personajes: Clov, Hamm (¿padre o amo de Clov?), Nagg y Nell (padres de Hamm). Ninguno de ellos puede moverse con excepción de Clov, aunque su cuerpo también está condicionado dado que no puede irse. Esa reclusión aparece a su vez en Watt, protagonista de la novela Watt (1953), la cual empieza y termina en una fronteriza estación de tranvías. Beckett escribe esta novela durante el Holocausto, en busca de evitar un colapso mental mientras se refugia de la Gestapo.

¿Cuál es el principio para estudiar esos cuerpos que no tienen un centro ordenador? Lo que sucede es que, en el siglo XVIII, “El poder se ha introducido en el cuerpo” (Foucault, 1979, p. 104). Así, Michel Foucault (1926-1984), filósofo francés que lleva a cabo una crítica histórica de la modernidad, introduce el concepto clave de poder. Éste es un juego multiforme y omnipresente. El poder siempre viene de abajo ya que es producto de los efectos sufridos por el cuerpo social. Dado esto, y dado que las relaciones de poder no son subjetivas, no existen las dialécticas. Foucault le atribuye al poder cuatro reglas. La primera regla es de inmanencia, es decir, hay focos locales de poder-saber. La segunda regla enuncia que las relaciones de poder implican un esquema de modificaciones (Foucault, 2014).[2]

Entonces, el ejercicio del poder es corporal en tanto que impone órganos -organiza-. Esto plantea Gilles Deleuze (1925-1995), un filósofo francés que mantiene una amistad con Foucault, aunque con ciertas disidencias teóricas. Por ejemplo, descarta el placer -término foucaultiano- y prefiere el concepto deseo ya que el placer está del lado de la organización. Expone que existe una disposición de deseo, es decir que el deseo no es una determinación espontánea. Éste se opone a la subjetivación del poder y se encuentra en las líneas de fuga que extiende la sociedad. Mientras que el psicoanálisis piensa al deseo como movido por una falta, acá el deseo está movido por una presencia, es decir que busca la mismedad. El deseo, finalmente, implica la constitución de un campo de inmanencia, de un cuerpo sin órganos que se define por zonas de gradientes de flujos.

El poder, en su afán por controlar al cuerpo, genera una plurisecular conminación a hablar del sexo. “El sexo se ha convertido [...] en algo que debe ser dicho [...] exhaustivamente según dispositivos discursivos diversos, pero todos [...] coactivos” (Foucault, 2014, p. 35). El sexo no es reprimido, como comúnmente se cree, sino que hay una incitación a armar dispositivos de escucha e interrogación alrededor suyo. Los humanos son animales de la confesión, siendo ésta la técnica occidental para producir lo verdadero (Foucault, 2014). Así son los personajes de la obra de Samuel Beckett: seres que no logran dejar de hablar. Sin embargo, la identidad o verdad que nace de su habla está problematizada, se muestra discontinua. Esa inestabilidad identitaria Beckett la vive en carne propia durante distintos hechos de su vida. Por ejemplo, cuando intercambia -a causa de un conflicto con el lenguaje, con la Segunda Guerra Mundial y con su madre- la lengua y nacionalidad irlandesas por las francesas.

En estos dispositivos de construcción de identidad confluyen dos caminos. Primero, se entromete la discursividad científica. Hay un orden matemático -la persona que confiesa no debe saltear ni un detalle de su vida sino ser exacta y precisa- y médico -lo que confiesa, el sexo, se convierte en causa posible de cualquier enfermedad- (Foucault, 2014). Segundo, renace la confesión personal. Ésta puede tomar la forma del soliloquio amoroso que propone Roland Barthes (1915-1980). Este pensador posestructuralista francés plantea que el enamorado arma grupos de frases sin integrarlas en la totalidad de su discurso. El enamorado recurre a lo trunco y al suspenso con una sintaxis loca. Además, cada tanto le ataca la locuela: “la fiebre del lenguaje” (Barthes, 2014, p. 195). La diferencia está en que el discurso amoroso no gira tanto en torno al propio sexo sino en torno a un otro: el enamorado escruta al amado -que es cuerpo y voz- hasta descubrirlo incognoscible, impenetrable.

La puesta en discurso del sexo es la que hace aparecer la disparidad sexual. Las heterogeneidades sexuales existen porque son percibidas por un otro que escucha. Surge un dispositivo de sexualidad, un dispositivo que funciona gracias a técnicas móviles, polimorfas y coyunturales del poder. Lo pertinente en este dispositivo son las sensaciones del cuerpo, la calidad de los deseos y la naturaleza de las impresiones. La familia (dispositivo de alianza) sigue existiendo, pero ahora nace incestuosa. El incesto es solicitado mientras sea foco de incitación permanente de la sexualidad y es rechazado si llega a alcanzar el casamiento. Hay una intensificación afectiva del espacio familiar ya que éste se convierte en un cristal que difunde la sexualidad reflejándola y difractándola. El estado patológico de un individuo -que no es anormal ya que, según Deleuze, el poder no es normalizador- se debe al cuerpo de la herencia, a los antepasados de su familia (Foucault, 2014).

Hay cuatro conjuntos estratégicos mediante los cuales este dispositivo de sexualidad arma sujetos -en sus dos acepciones: individuos y sometidos-. El primero es la histerización del cuerpo de la mujer, es decir, la figura de la mujer histérica. En la histeria, el sexo es principio y carencia. El segundo es la pedagogización del sexo del niño, esto es, la figura del niño masturbador. Se edifica una red de observaciones alrededor de este niño. El tercero es la socialización de las conductas procreadoras, es decir, la figura de la pareja malthusiana. En este caso, el sexo queda atrapado entre una ley de realidad y una economía de placer. A nivel global, se utilizan las medidas de natalidad. El cuarto es la psiquiatrización del deseo perverso: la figura del adulto perverso. El sexo es el aparato anatomofisiológico que le da sentido y es el instinto que hace posible sus conductas (Foucault, 2014).

Samuel Beckett recurre a esos conjuntos al reproducir en sus textos los mecanismos del poder. La mujer parlanchina de la obra de teatro No yo está en medio de esa excitación nerviosa que es la histeria. En este caso, la histerización pervierte el cuerpo de la protagonista dejando sólo una boca, acompañada por un personaje Oyente. Mr. Knott, en la novela Watt (1953), cambia de apariencia física. Su criado, Watt, le tiende redes de observación buscando explicar esos cambios, asimilándose así a la familia que persigue al niño masturbador. La pareja heterosexual de Nagg y Nell, en la obra de teatro Fin de partida (1957), intenta copiar a la pareja malthusiana sin éxito debido a que se encuentran mutilados y dentro de dos tachos de basura. Todos los personajes beckettianos, a su vez, podrían bien encajar en la figura del perverso, aquel atravesado por la locura del sexo. Éste nace de la frontera entre la ley de la alianza -la del matrimonio- y el orden de los deseos, destruyendo así ambos sistemas.

El poder engendra discursos que, a su vez, engendran sujetos. Gracias a esto se intensifica y adquiere cuatro nuevas formas. Primero, pasa a ejercer líneas de penetración indefinidas. Segundo, produce una nueva especificación de los individuos. Tercero, abraza con fuerza al cuerpo sexual. Cuarto, construye dispositivos de saturación sexual, es decir, una red saturada de sexualidades fragmentarias, múltiples y móviles (Foucault, 2014). De esta forma, el sexo abandona su instancia puramente biológica y se convierte en un secreto que se persigue en busca de un autoconocimiento. Entonces, el sexo no refiere sólo al cuerpo, sino que también adquiere un carácter simbólico en tanto identidad. En esta línea, Beckett muchas veces trabaja al sexo mediante los dobles sentidos, lo simbólico (como las metáforas) y los juegos lingüísticos -él es un gran conocedor de las lenguas, especialmente la inglesa-.

Ese aspecto identitario del sexo está absolutamente presente en el género. Judith Butler (1956), filósofa posestructuralista que aporta mucho a los estudios feministas y queer, propone que el género es débil e inestable. Éste es un espacio interior instaurado en un espacio exterior a través de una reiteración estilizada de actos. Son actos discontinuos los que generan la ilusión de un yo que es temporalidad social constituida. Las normas de género no se pueden personificar (Butler 2007). Dora Barrancos (1940) retoma eso al elegir este término: actos performativos de género. Ella los define como formas de realidad creadas en y por el mismo momento enunciativo, aquel instante en el que se hace uso del lenguaje (Barrancos, 2008).

Acordando con el lingüista Émile Benveniste (1937-1969), “Es ‘ego’ quien dice ‘ego’” (1997: 181). Es decir, es en y por la enunciación que el humano se constituye como sujeto-género. La conciencia de sí se experimenta por contraste con un otro. María Isabel Filinich (1950) lo reafirma al escribir que el “sujeto de la enunciación [...] No señala una personalidad exterior al lenguaje” (1998, p. 37). Entonces, hay que hablar de él en términos de una instancia enunciativa compuesta por dos polos: el enunciador y el enunciatario. Dado que dentro de un discurso circulan otras voces (del enunciatario o de los enunciatarios), existe una polifonía enunciativa. Este concepto parece contradecir a la subjetividad que Benveniste conceptualiza como la capacidad del locutor de plantearse como individuo, como una voz única y diferenciada de otras. Esta necesidad de ser “ego” y al mismo tiempo la imposibilidad de distinguirlo de un otro es quizás la más esencial de las aporías que Beckett toma como elementos fundacionales de su obra.

Al psicoanalizarse con Wilfred Bion es que Samuel Beckett se aproxima a esos mecanismos de armado de yoes. Esa experiencia impacta tanto en su vida que, según Rebeca García Nieto (2011), su obra está poblada de referencias a la técnica y situación psicoanalíticas. En Watt, aparecen extensos monólogos acerca del pasado enunciados por los habitantes de la casa de Mr. Knott -hombre para quien Watt trabaja como criado-. En No yo, el discurrir de la conciencia de la protagonista recuerda al psicoanálisis. En Fin de partida, Hamm relata desde su silla de ruedas (¿diván?). Finalmente, en los tres textos mencionados, Samuel Beckett instaura un juego de poderes que incitan a la proliferación de discursos alrededor del sexo. Estas confesiones engendran instancias enunciativas, es decir, sujetos con géneros y sexualidades que Beckett revela inestables debido a que -frente al placer- eligen el deseo. Como bien nota Watt, se vuelve imperioso armar una almohada discursiva en la que descansar la identidad. Sin embargo, las palabras se rehúsan a rellenarla.

Watt: el perverso, gusano penetrante[3]
“[L]a señora tenía al caballero agarrado por las orejas, y la mano del caballero estaba en el muslo de la señora, y la lengua de la señora estaba dentro de la boca del caballero” (Beckett, 2016, p. 26). El jorobado Mr. Hackett, personaje con quien empieza la novela Watt, describe así -detallada y fríamente- este encuentro heterosexual debido a que lo hace desde afuera. Desde esa ajenidad acude a un policía, quien llega tarde a esta suerte de escena del crimen: el caballero -Goff- ya no tiene su mano en “la cosa” (Beckett, 2016, p. 26). Mr. Hackett usa un eufemismo para referirse al órgano sexual, pero lo hace visible. Se obsesiona con generar confesiones sexuales, tanto al insistir con leerle a esta pareja una carta en la que un prisionero desea que su amante siga siendo doncella, como cuando indaga acerca del último embarazo de la esposa de Goff. Ese acercamiento mecánico a lo sexual parece resumirlo el hecho de que observa con la misma atención el beso que la llegada de los tranvías a la estación en la que conversan.

Watt, protagonista de la historia, desciende de uno de esos tranvías. No se sabe “de dónde viene. O a dónde va” (Beckett, 2016, p. 43), y es por medio de una omisión que finalmente se da a conocer su destino. Al arribar a la casa de quien sería su amo, Watt no encuentra ninguna entrada. La rodea repetidas veces y, de improviso, encuentra que se abrió una puerta. ¿Quién la abrió, cómo, cuándo? “Watt jamás llegó a saber cómo había podido entrar en casa de Mr. Knott” (Beckett, 2016, p. 57). Esta incógnita inicial anuncia su obsesión más profunda, esta es, la cuestión de las fronteras. En resumen, el problema sexual y espacial de las penetraciones y los orificios, los cuales deben atravesarse para llegar a, o irse de, un sitio. Este dilema atraviesa toda la novela, todos los obstáculos banales con los que Watt se encuentra, y se vincula al conflicto principal: descifrar la lógica que tiene la casa de Mr. Knott. Teniendo en cuenta que el espacio familiar difunde la sexualidad reflejándola y difractándola, esta lógica pronto se revelará sexual.

Al inicio, Watt busca entender matemáticamente los sucesos y objetos con los que se cruza. Cada simple duda (de quién es el perro que come las sobras, cómo se lo cuida, cómo se ordenan los muebles, etc.) requiere largas deducciones. En ellas, Watt prueba todas las combinaciones, agota todas las hipótesis posibles, en pos de una solución. Justo antes de terminar su estadía, aborda el mayor problema: el cuerpo y la voz de Mr. Knott. Ya que nunca conversan, “En cuanto se refiere a la voz de Mr. Knott nada se sabe” (Beckett, 2016, p. 252); y debido a sus continuas mutaciones físicas -que enumera en tres páginas sin un punto-, de su aspecto “Watt, por desgracia, tenía muy poco o nada que decir” (Beckett, 2016, p. 253). Tras esta fiebre del lenguaje, encuentra incognoscible a esa casa que es Knott -su primera mención es en asociación a ella- y que es su amado. Sólo se queda con una certeza: que “nada llegaba o se iba, debido a que todo llegaba y se iba” (Beckett, 2016, p. 164).

Yoshiki Tajiri encuentra en los textos de Beckett una paradoja topológica: el planteo de un orificio polivalente que es a la vez entrada y salida (2007). Aun cuando la casa de Mr. Knott no sea literalmente el orificio de un cuerpo humano, actúa como tal. De ella parten y a ella arriban criados -hay un esquema de modificaciones-, pero su esencia permanece inalterable. Siempre hay dos criados obedeciendo, con labores y espacios bien diferenciados. La casa funciona porque es un foco inmanente de poder, y en ese sentido genera una conminación a hablar con un simbolismo sexual. Arthur (un criado) menciona que, y Watt coincide, “tan sólo [...] el lugar en que se encontraba Mr. Knott, guardaba [...] la fuerza suficiente para impulsar el alma fuera de él”[4] (Beckett, 2016, p. 242). Los obstáculos que presenta la casa -por ejemplo, encontrar la manera de penetrar en el cuarto de Erskine (otro criado)-, y cuya raíz es la obsesión con las penetraciones y las expulsiones, incitan a los criados a producir discursos.

La paradoja topológica es la aporía entre el dispositivo de sexualidad y el dispositivo de alianza. El primero instaura un espacio que es atracción y entrada, un espacio eminentemente masculino y endogámico. Los criados nunca salen hasta que se retiran para siempre y nunca duerme ahí un/a extraño/a. El narrador explica que “en casa de Mr. Knott todos los que no fueran Mr. Knott y sus servidores eran desconocidos” (Beckett, 2016, p. 94). La casa es opuesta al exterior, a la alteridad. Arthur incluso imagina una “familia Knott” (Beckett, 2016, p. 305), conformada por el amo y sus servidores. Bajo esa lupa, el afán de Watt por aproximarse a Mr. Knott física (como cuando se ensaña con saber qué cambios físicos le ocurren a la noche) e interiormente (comprender su esencia) resulta ser un afán incestuoso y homosexual. La primera vez que Watt ve a Mr. Knott, el amo está mirando el piso. Su criado decide imitarlo: ahí, en la tierra, hay un orificio por el cual un gusano penetra entrando y saliendo de ella. Esta escena potencia el dispositivo de saturación sexual, así como lo hace la expresión “masturbándose las narices” (Beckett, 2016, p. 61), el hecho de que Watt “gozaba” (Beckett, 2016, p. 252) de los sonidos emitidos por Knott, el momento en que Watt espía a Erskine mientras mea, entre otros pasajes.

A su pesar, el dispositivo de alianza expulsa e impide la conformación literal de una familia. A punto de retirarse, Arsene (otro criado) arma un discurso alrededor de la duda que es base de los problemas de esa casa: “¿Y qué es este llegar que no es nuestro llegar, y este ser que no es nuestro ser, y este partir que no será nuestro partir, sino un llegar y un ser y un partir sin propósito?” (Beckett, 2016, p. 82). Arsene encarna la desesperación de los criados por penetrar en aquella casa, una penetración fracasada en tanto está marcada por la inevitable retirada que le seguirá. El cuadro que tiene Erskine en su cuarto consiste en un punto y un círculo, este último con una brecha. Al verlo, Watt llora, nota que el punto jamás ingresará en el círculo, su hogar. Según Paul Stewart, la brecha podría ser el útero del cual el punto permanece exiliado (2015). Éste, entonces, funciona como símbolo de ese criado que no penetra al círculo, que termina siendo abortado, eyaculado del hogar de Mr. Knott.

Hay una confesión que es central ya que permite al narrador -Sam- saber la historia, y es la de Watt. Este criado conoce a Sam cuando, al finalizar su trabajo, pasa a vivir en una suerte de asilo. Ahí habitan pabellones distintos, separados por una valla. Sin embargo, Sam y Watt consiguen encontrarse penetrando por un orificio que tiene esa misma valla. Peter Boxall propone que la tendencia de la diferencia -marcada por ese límite- a colapsar en una igualdad -el encuentro entre dos personas del mismo sexo, la unión de los espacios separados- puede apuntar a un deseo que incluya dentro suyo a su objeto deseado (2004). Es ese deseo deleuziano que genera un espacio de mismedad el que los mueve a estar juntos físicamente -caminan panza contra panza, se besan-. Sam expresa que “en mis deseos de acercarme a Watt, en aquellos momentos, me hubiera arrojado sobre la valla, como un loco, caso de ser necesario” (Beckett, 2016, p. 197). De ese colapso loco de la frontera resulta la posibilidad de la novela.

La novela surge de un deseo, de una línea de fuga; su realización resiste a la subjetivación del poder. Debido a la intercambiabilidad, los sujetos enunciadores abandonan la subjetividad y dejan paso a una polifonía enunciativa. Mr. Hackett, por su parecido con Watt -ambos tienen una obsesión con lo sexual, en ambos focaliza el narrador, incluso Goff los confunde-, anticipa esto. Pero donde cobra importancia es en la casa de Mr. Knott: según explica Arsene, todos los criados que pasan por ahí son similares físicamente, son intercambiables. Poco a poco, el mismo narrador se confunde con ellos. Las voces de los personajes no tienen comillas ni raya, se mimetizan con la narración. Dos grandes relatos -uno de Arsene, otro de Arthur- no tienen límites que los separen del de Sam, implican un cambio de narrador. Luego, en un párrafo, Sam se refiere a sí mismo en tercera persona. En otro, usa la risa de Arsene: “¡Jo!” (Beckett, 2016, p. 168). Con Watt confunde las emociones; por ejemplo, las oraciones se hacen cortas y de estilo llano a medida que el protagonista se fatiga. Muchas veces hasta relata en primera persona lo que le sucede a Watt. Se construye así un espacio de mismedad donde las fronteras entre las distintas voces e identidades se borronean.

Esto no niega el hecho de que la novela funciona como foco de poder. El narrador intenta negar todo deseo entre él y Watt, tanto al afirmar que se reúnen por pura casualidad como al expresar que la única vez que se besaron lo hicieron sin pasión. Ese beso es, según Paul Stewart, “a polite kiss”[5] (2015, p. 108) porque parece una mera interacción social. La frialdad es instaurada continuamente: la confesión busca ser exacta y precisa. Por eso, la novela -en tanto foco de poder- se confunde con el género académico. Al enunciar “Las razones que explican lo que acabamos de decir serán debidamente expresadas” (Beckett 2016: 93), Sam usa la primera persona del plural borrándose a sí mismo en pos de una mayor objetividad y da un carácter explicativo a su narración. El uso de paréntesis con incisivos, la estructuración formal, la enumeración de hipótesis, el armado de tablas -como al contabilizar la cantidad de objeciones que tiene cada solución a la pregunta de quién cuida al perro- son parte de ese orden matemático de la confesión.

Entonces, hay otra aporía: no poder contarlo todo ordenadamente y querer hacerlo. Watt termina “fatigado de añadir, de sustraer, a las mismas cosas, y de las mismas cosas, las mismas cosas” (Beckett, 2016, p. 257). Esta conciencia de la inevitable mismedad está presente en el recurso constante -por parte de Sam- de la repetición. Peter Boxall nota que eso genera una continua reemergencia de lo mismo[6] (2004). Ese caos lingüístico encuentra su raíz en la misma confesión de Watt a Sam. Watt no logra entender a Mr. Knott, no puede distinguir entre lo ocurrido y lo no ocurrido, y encima confiesa invirtiendo el orden de las frases, de las palabras y de las letras. Arma oraciones como “Nib amam, arb” (Beckett, 2016, p. 206). ¿Qué clase de novela produce esa imprecisión? Una novela con zonas de flujos de palabras que no se integran a una totalidad por los vacíos que las interrumpen. Hay saltos inentendibles de un argumento a otro y hay elipsis, esto es, espacios en blanco con signos de pregunta o indicaciones -supuestamente escritas por la editorial ficticia que habría publicado el escrito de Sam- tales como “laguna en el original”. La novela se convierte en un cuerpo sin órganos.

Desde el inicio, la figura de Watt es débil. Comienza siendo una sombra y el narrador recién focaliza en él cuando cuenta que “Watt tropezó” (Beckett, 2016, p. 44). La temporalidad social de su estadío trabajando como criado no llega a constituir una identidad. “De igual modo que Watt llegó, ahora se fue [...] un día igual que los demás” (Beckett, 2016, p. 259), es decir, esa experiencia está vacía. Su confesión no alcanza ni siquiera una sexualidad. Esto resalta cuando menciona que tiene poluciones nocturnas -no se masturba- y que no es propenso a mezclarse con hombres ni con mujeres. Sólo tuvo un romance con una pescadera, y lo recuerda como una mera coincidencia que describe sin terminar de entender por qué se sentían atraídos. El mayor afecto lo guarda para con aquel amo que “era puerto, Mr. Knott era refugio” (Beckett, 2016, p. 168). Al irse de la casa de Knott, llora. Watt, atravesado por la locura de ese sexo irresoluto, es un perverso. Y su perversión destruye hasta la misma forma de la novela.

Fin de partida: el maldito progenitor no cesa de engendrar[7]
Fin de partida impone un escenario aporético. La primera acotación escénica, “Interior desamueblado” (Beckett, 2017, p. 211), combina lo hogareño y lo vacío. En Watt la idea de una familia Knott es vaga, pero en este texto dramático la dinámica familiar es explícita. Hamm la instaura al expresar, orgulloso, “Sin mí (se señala), no hay padre. Sin Hamm (señala a su alrededor), no hay home.” (Beckett, 2017, p. 232). Sin embargo, Clov -una suerte de criado, como Watt- padece su estadía ahí y las tareas las hace sin ánimo. Al inicio, camina mecánicamente de una ventana a otra con su escalera. Luego, repite monótonamente “Acabó, se acabó, acabará, quizás acabe” (Beckett, 2017, p. 212) como si sus palabras controlaran el acabamiento. Victoria Swanson escribe que esa repetición, junto con el confinamiento y la inmovilidad (Hamm está en silla de ruedas, Nagg y Nell se hallan en dos tachos de basura), es indicadora de carceralidad[8] (2011). En Fin de partida, la endogamia es un sufrimiento.

En ese interior cuyo aspecto y sus personajes nunca varían (sólo Clov logra retirarse al final), hay una mismedad fagocitante. En un momento, las acciones se vuelven tan iterativas que las acotaciones escénicas sólo indican “(Lo mismo)”. Clov está cansado de recibir “Toda la vida las mismas preguntas, las mismas respuestas” (Beckett, 2017, p. 214), anhela que termine la reiteración de lo mismo. En ese sentido, Hamm es contrario dado que impulsa el homoerotismo. Insiste con que Clov lo satisfaga y lo llene de emoción tanto al pedirle amor como al rogarle que lo toque. Al poner de manifiesto la mayor realización de su deseo, recibe una pausa: “HAMM: Bésame (Pausa.) ¿No quieres besarme?” (Beckett, 2017, p. 247). El rechazo de Clov lo afecta profundamente... ¿Acaso Clov es más que un simple hijo o servidor? Hamm le explica que su propósito es ser su réplica, que “un día sabrás lo que es esto, serás como yo” (Beckett, 2017, p. 231). La mismedad disuelve a estos dos personajes en uno solo.

Según Amanda Cagle, en este texto la sexualidad se ve limitada a la homosexualidad debido a la imposibilidad de la reproducción. Esto no significa que la atracción heterosexual no exista, sino que ya no forma parte de la realidad actual. (Cagle, 1999). Nagg y Nell no logran besarse por su inmovilidad, carecen de placer. Hamm y Clov recuerdan sólo a mujer, la señora Pegg, quien ya murió. “Si durmiera quizás haría el amor” (Beckett, 2017, p. 221) declara Hamm, reservando el sexo para el mundo de los sueños. La imposibilidad también se vuelve rechazo. Cuando una pulga se mete en los pantalones de Clov, él se echa insecticida en la zona del sexo y ansía que el bicho haya muerto sin haber logrado copular. Hamm grita “¡Cerdo! ¿Por qué me engendraste?” (Beckett 2017: 238) regodeándose en una violencia doble, dirigida a su padre y a sí mismo. Así, el aborto y la esterilización van tornándose idílicos.

Clov dictamina que la naturaleza ya no existe. Describe “y entre mis piernas un poco de polvo negruzco” (Beckett, 2017, p. 256), esto es, desprecia a sus órganos sexuales ya que los entiende como objetos inútiles. El espacio se va saturando de símbolos antireproductivos: al perro le falta el sexo, los granos que tiene Clov no germinan, entre otros. Dicha situación evoca a su antítesis: la familia Lynch de la novela Watt. En ella, cada familiar tiene una gran cantidad de hijos y todos padecen de alguna enfermedad, síndrome o discapacidad física. Aunque en Fin de partida sucede lo contrario a esa reproducción sexual abundante, el rechazo a la figura de la pareja malthusiana es el mismo. Los estados patológicos de los Lynch se deben al enorme cuerpo familiar, cuya descripción ocupa doce páginas. Es decir, el sexo es causa de una serie poliforma de enfermedades. En los textos de Beckett, entiende Paul Stewart, “The bodily procreation of children is more an embarking upon death than upon life”[9] (2011, p. 2).

Entonces, ¿por qué Hamm afirma que “Fuera de aquí sólo existe la muerte”? (Beckett, 2017, p. 215) Es que junto al deseo de esterilidad aparece, como identifica Paul Stewart, un deseo de continuidad. En reemplazo de la reproducción sexual, es adoptada una reproducción verbal. Los personajes son conminados a hablar por un poder que, sin embargo, ellos mismos regulan (Cagle, 1999). Son sus voces las que procrean vida. Nagg y Nell se cuentan desgracias del pasado. Clov es interrogado frecuentemente por Hamm, quien es ciego y quiere enterarse con todo detalle de lo que sucede a su alrededor. Hamm inventa historias, y se refiere al uso de su imaginación como un “esfuerzo creador” (Beckett, 2017, p. 244). De hecho, su monólogo roza la reproducción en dos sentidos: su tema central es el niño -junto a quienes lo procrean, esto es, sus padres- y él mismo, a través de esa confesión, busca engendrar.

Rebeca García Nieto lee en la obra de Beckett el intento de traer a un otro a la superficie, un otro que habita el yo y que es un efecto del lenguaje (2011). Hamm no entiende que la naturaleza ya no existe y sigue engendrando otros. Pide a su padre que lo oiga, instaura el dispositivo de escucha, e insemina al texto dramático. Adoptando un tono de narrador, hace nacer otra historia -que él llama “su novela”- dentro de aquel texto. Habla de su instancia enunciativa y sus personajes como si fueran reales, hasta el punto de preguntarse dónde podría encontrar más de ellos. Al gritar “¡Una rata! ¡Pasos! ¡Ojos!” (Beckett, 2017, p. 248) parece ver aquello que imagina. Se pierde así en sus ficciones, en un ser que percibe como más auténtico. Al inicio, dice “¡Clov! (Pausa.) No, estoy solo. (Pausa.) ¡Qué sueños… con ese!” (Beckett, 2017, p. 213). Lo nombra con cursiva, lo vuelve indefinido. Tan perdido está en la frontera entre enunciación y realidad que, por un momento, cree que Clov es otra de sus creaciones ficcionales.

Por lo tanto, este espacio familiar no imposibilita la procreación, sino que difracta la sexualidad y abre nuevas formas de engendrar entes. Aunque, en paralelo a ese foco endogámico, son trazadas líneas de fuga. Hamm sueña con viajar al sur junto a Clov. Anhela terminar su historia, alcanzar el silencio. Relata que “las palabras que quedan, sueño, despertar, noche, mañana. Nada saben decir” (Beckett, 2017, p. 255). Esto es, enumera un vocabulario famélico que apenas si da una distinción entre lo onírico y lo real, pero que ni siquiera permite una enunciación estable. A su vez, Nagg no escucha la confesión de su hijo y espera que algún día lo llame realmente desesperado, porque ese día -como cuando de pequeño tenía miedo y también lo llamaba- él no acudirá. Y es Clov quien mejor encarna esta aporía entre desear un fin y no lograr terminar. Él intenta escapar de ahí desde su nacimiento, pero no lo hace. El deseo no es una determinación espontánea, así que recién al darse las condiciones necesarias consigue abandonar el escenario. Entonces, Hamm se queda solo, dando a luz a relatos en un mundo donde la humanidad ya pereció.

Esa catástrofe, continuar a pesar de que la reproducción ya fue anulada, luce inevitable dado que no aparece otra alternativa. Esa inevitabilidad es propia de la tragedia. Según Patrice Pavis, ésta roza el absurdo “cuando el hombre ya no puede identificar la naturaleza de la trascendencia que lo oprime” (1998, p. 492). Estos personajes son desgraciados, pero socavan la gravedad de su desdicha. Hamm pregunta a Clov por qué no lo asesina, él responde que no conoce la combinación de la despensa. Los padres suplican a su hijo que les dé una galletita para chupar. Hamm dice haber visto una pupa grande, Clov le pregunta si se trataba de su corazón y recibe como respuesta “No, era algo vivo” (Beckett, 2017, p. 228). Este remate es característico de los chistes, los cuales en este caso están todos dirigidos a los mismos personajes volviéndolos patéticos. Aparecen algunos de los rasgos de la tragicomedia que Pavis menciona: la acción de los personajes no tiene ninguna consecuencia desastrosa y los diálogos tienen altibajos, a veces son sazonados y otras veces son vulgares. Al leer Fin de partida asistimos al difuso género tragicómico de la continuidad.

No yo: suplicar a la boca histérica que pare[10]
“[É]l desapareció [...] tan pronto como se abrochó la bragueta… ella igual… ocho meses después” (Beckett, 2017, p. 418). Ese abandono inmediato por parte de los padres ayuda a entender cómo en No yo la tendencia a la soledad de los personajes beckettianos alcanza su realización. En este texto, la acción es secundaria y un monólogo eterno (empieza antes de que se levante el telón y continúa después de que haya descendido) toma el centro. El conflicto dramático[11] es espacial, el escenario está escindido en dos. A la derecha, la Boca que confiesa; a la izquierda, el Oyente que instaura el dispositivo de escucha. Entendiendo que el personaje es una máscara -no alcanza a ser una persona-, Boca y el Oyente son partes o funciones de un cuerpo incompleto. Sin embargo, Boca lo es doblemente: resistiendo al poder catalogador, busca escapar a toda especificidad al rechazar incluso -desde el mismo título- el uso de la primera persona.

El monólogo empieza con un deíctico, “Ahí fuera…” (Beckett, 2017, p. 418), instaura un cierto ordenamiento espacial. Ese orden va desvaneciéndose hasta que la última palabra, “cogerlo” (Beckett, 2017, p. 424), ya está en infinitivo, no hay posicionamiento subjetivo alguno. Según las categorías de Patrice Pavis (1998), se trataría de un monólogo interior. Imposible: la frontera entre el exterior y el interior está problematizada. Para Yoshiki Tajiri este flujo de palabras “is a bodily flow that comes from within but is foreign to her” (2007, p. 50).[12] Entonces, ese flujo es una suerte de vómito al cual Boca intenta marcar como ajeno. Su obsesión sexual, a partir de la cual confiesa, es la tensión o límite entre lo extraño y lo propio. Y la voz tiene la capacidad para atravesar ese límite al atravesar el orificio de la boca.

En una escena del film Week-end (1967), del cineasta Jean-Luc Godard (1930), una mujer semidesnuda relata una experiencia sexual. El hombre que la escucha pide más detalles: “¿Y él qué dijo?”, “¿También pensaste en mí?”. En No yo, la mujer hablante -en este caso sin siquiera un cuerpo sobre el cual predicar desnudez- también sufre un dispositivo de interrogación. De vez en cuando se interrumpe, pregunta “¿Qué?” y acto seguido se corrige algún aspecto de la historia de su pasado (que está narrando). Ello induce a pensar que esos “¿Qué?” están dirigidos a una voz que sólo ella escucha y que exige una confesión más detallada. Esa voz, dado que conoce la vida de Boca mejor que ella, no es ajena. Incluso el Oyente, en tanto Beckett explicita que siente compasión por el hecho de que Boca no se apropia de su instancia enunciativa, puede no pensarse como un otro. El escenario pasa a ser un único individuo, un espacio de mismedad.

Elin Diamond nota que Boca es la reducción metonímica y misógina del cuerpo de la mujer (2004). El elemento común, la motivación de la metonimia, es el ímpetu sexual. En Watt, Arsene inventa la historia de una criada caracterizada por su voracidad ya que no deja de comer. En No yo, ese apetito se halla en el discurso insaciable, sexualizado. Cuando Boca registra una “necesidad imperiosa de… decir” (Beckett, 2017, p. 424), siente al poder abrazando el cuerpo sexual de su instancia enunciativa. Este poder la constituye como mujer histérica. Sin ahondar en especificidades psicológicas[13], la histeria aparece en rasgos como su risa desmesurada o la velocidad excesiva -indicada por Beckett para la puesta en escena- de su discurso. El grito “¡ELLA!” (Beckett, 2017, p. 424) marca el clou[14] y suena revolucionario, pero sólo confirma -aún en medio de su resistencia a la subjetividad, a autoproclamarse ego- esa histeria, ese estado de excitación nerviosa asignado por un juego de poderes. Y este juego alcanza un control extremo: para que sólo se vea su boca, la actriz es encerrada en una estructura que no le permite moverse. Boca es el ideal de la supermarioneta[15].

Pese a adentrarse en el juego de poderes, Boca tiene deseo. Derval Tubridy identifica tres niveles. El primero es la historia relatada acerca del origen de esa logorrea incontrolable. El segundo es Boca como personaje aparte. El tercero es el discurso que representa a un cuerpo sin cuerpo (Tubridy, 1998). Tubridy se olvida de un cuarto nivel, el que supera la confusión de los tres anteriores: el silencio. La mujer de Week-end interrumpe el ambiente opresivo -marcado por una música tétrica- al callar. En No yo, la resistencia está dada por la discontinuidad del género. Los puntos suspensivos que causan elipsis y las pausas (dadas por un rechazo a ceder la tercera persona) dividen constantemente la narración, la fragmentan. Es cierto que esa narración es mecánica y, metafóricamente, Boca habla de su cuerpo como una máquina. Sin embargo, explica que la máquina parece estar desconectada, funciona mal. El cuerpo de Boca y el de su monólogo son cuerpos sin órganos, arman líneas de fuga gracias al deseo por un “dulce silencio” (Beckett, 2017, p. 420).

Siguiendo a Swanson, en los textos de Beckett la subjetividad está ligada al predicamento de la propia conciencia y a la subyugación, trampas de las cuales se puede escapar sólo con la auto-disolución (2011). Al referir a “una voz que no reconoció… al principio [...] que no era sino… sino la suya”  (Beckett, 2017, pp. 420-421) Boca está designando a su ser interior -su voz- como a un otro, se está desintegrando a sí misma. Evita su constitución como sujeto-género, y Derval Tubridy entiende que eso sucede principalmente porque Beckett utiliza un género corporal (el dramático) para una voz sin cuerpo. A su vez, el sexo está incompleto porque Beckett usa un sexo femenino para un personaje sin aparato genital (Tubridy 1998). Esa es la clave de la histeria: la presencia del sexo sumada a su ausencia. De estas aporías, sintetizables en la inevitable, aunque imposible catalogación, nace el monólogo. No yo es la verborragia imparable implorando a sí misma un final.

El flujo transgenérico de palabras[16]
La inestabilidad del género de estos personajes parece conducir a la problematización del mismo género literario. Laura Cerrato presenta la hipótesis de que “toda la obra del irlandés tiende hacia un discurso poético” (2007, p. 95). Todos los escritos de Beckett cumplen con los tres requisitos de la poesía lírica. Primero, un desvío de la lengua oficial mediante, por ejemplo, el uso de imágenes. Clov canta acerca de un pájaro que es metáfora de un amor, una libertad, desidealizados. Segundo, la idea de que no se conduce a comunicar nada. Esa idea es fundamental en Watt, ya que el narrador recibe la historia por medio de una confesión hecha “con muy escaso respeto a la gramática, a la sintaxis, a la pronunciación, a la enunciación y [...] a la ortografía” (Beckett, 2016, p. 193). Tercero, la destitución del sujeto. Entendiéndolo como sujeto pronominal, No yo lo destruye sistemáticamente. Como afirma Cerrato, los textos de Beckett siempre tienen un subtexto poético.

Boca, hablando en un escenario parcialmente oscuro, es eminentemente poética dado que “Una voz que emerge de la oscuridad y llega a alguien en la oscuridad es el elemento fundante del acto poético” (Cerrato, 2007, p. 102). Eso no quita que también Fin de partida y Watt tengan un núcleo poético ya que, acordando con Cerrato, ése es el común denominador de todos los textos de Beckett. Eso se debe a que, en ellos, el acto de enunciar una confesión es central. Este acto genera inevitablemente un dispositivo de escucha, el cual no es sino la instauración de un otro, un oyente, en y a través del lenguaje. Y eso es lo que, a su vez, implica la poesía. Entonces, si un monólogo, un texto narrativo y un texto dramático son poéticos, hay una hibridez genérica. Beckett difumina las fronteras entre los géneros literarios.

Considerando que el subtexto poético implica la desintegración del ego, los textos son fragmentados. La cohesión de Watt termina de deshacerse con la “Addenda” que aparece al final, agregada por Beckett y compuesta por material eliminado que iba a formar parte de la novela. Ahí el texto está literalmente dividido en partes: frases fuera de contexto, poemas y oraciones en otros idiomas. En el género narrativo nace una forma lúdica propia de la poesía lírica, donde los sonidos importan más que los significados. A su vez, la “Addenda” tiene retazos de la historia de Watt, referencias a otros textos y consignas metanarrativas acerca de cómo escribir o leer la novela. Hay un juego, propio del drama, con el cuerpo. Sólo que acá es el cuerpo del texto entendido como espacio. Las notas a pie de página también permiten ese juego al ensanchar literalmente los límites textuales. La primera de ellas hasta menciona que la eliminación de un pronombre “ha ahorrado valioso espacio en la presente obra” (Beckett 2016: 26). No yo produce lo contrario porque, acordando con Tubridy, perteneceal género dramático -lo concreto, el cuerpo- y posee recursos de la prosa -lo abstracto, la voz-.

Lo general es esquemático y normativo. Butler afirma que las normas de género -entendidas como construcciones sociales e identitarias de los humanos- no se pueden personificar logradamente dado que esos “sitios ontológicos son fundamentalmente inhabitables” (2007, p. 284). Por la misma razón, los textos no pueden encarnar a la perfección las normas de una categoría literaria. Beckett comprende que ni el universalismo ni el nominalismo funcionan, sino que los géneros sirven como puntos de partida que luego hay que traicionar. Así es como Fin de partida atraviesa los dos grandes géneros del teatro clásico, la comedia y la tragedia, para abrir luego un espacio donde las categorías se confunden y forman parte de una mismedad. A esto se refiere Cerrato al notar en los escritos de Beckett “la naturaleza indiferenciada de los géneros literarios” (2007, p. 95). Sin embargo, la constante difuminación de los límites no es producto de un desinterés por ellos sino de una profunda obsesión con ellos.

Primero, hay una identificación ontológica entre los personajes y sus instancias enunciativas. Es decir, los discursos son encarnados por los personajes y, de esta manera, adquieren un cuerpo. Fin de partida termina con el último soliloquio de Hamm; las palabras marcan la realidad. Watt debe ser un mal testigo “Para que Mr. Knott no cesara jamás, pero cesara casi siempre” (Beckett, 2016, p. 246). Su razón de ser es dar testimonio sobre su amo para que exista; confesar, aunque sea intermitentemente. Boca enuncia “todos quietos como muertos salvo por el zumbido… [...] se dio cuenta que las palabras eran… ¿qué? [...] ¡no!... ¡ella!” (Beckett, 2017, p. 420). La única fuente de vida es ese zumbido, esa voz que se niega a reconocer como propia y que, a la vez, es lo único que queda de ella.

¿A qué se debe que, por encima de todo, los textos sean sexualizados? Al estar formados por palabras, son susceptibles de ser concebidos como flujos. De hecho, Boca los concibe explícitamente así porque se obsesiona con la capacidad de su monólogo para atravesar un orificio, un límite entre lo extraño y lo propio. Tajiri entiende que, para Beckett, “the openings of the body [...] serve as a privileged locus for interaction between the body and the outside world”[17] (2007, p. 53). La confesión de Watt se centra en la dinámica espacial (penetración, expulsión) de la casa de Knott y existe gracias al orificio de la valla del asilo. Hamm habla para procrear, sus relatos lo atraviesan como niños al nacer. La identidad es fronteriza, está a la vez en el interior -donde la voz es generada- y el exterior -a donde esa voz es expulsada-. La palabra trans significa “a través de”, está vinculada al verbo “atravesar”. Entonces, los textos son cuerpos sexuales en tanto problematizan el hecho de ser flujos trans.

Este término, flujos transgenéricos[18], permite entender por qué la obsesión con los límites termina difuminándolos. Y los personajes, en tanto los textos están identificados con ellos, también atraviesan sitios inhabitables (retomando la expresión de Butler). Watt comprende a Knott como un espacio. Al describirlo, hace uso de una anáfora que repite el deíctico “Aquí” para después relatar, en una única oración, cómo Knott camina de un mueble a otro. Watt está encerrado en esa casa que es su amo, pero no sufre. Así mismo, el cuerpo de Boca, a pesar de estar confinado en una estructura claustrofóbica, permanece ahí hablando sin parar. Clov amenaza repetidamente con retirarse de ese ambiente carcelario y no lo hace. Es así como los espacios beckettianos, aporéticos, parecen representar a los géneros como normas que hay que habitar, aunque sean inhabitables. Boca no logra detener aquel flujo textual que está loco por encarnar alguna categoría. Quizás hay que dejarlo que atraviese las fronteras, imparable.

Conclusión: cuando el sexo deje de significar algo[19]
En estos tres textos, el poder que conmina a hablar sobre el sexo es entendido no como una decisión subjetiva sino como un juego presente hasta en la soledad. En la sala de espera, donde se encuentra Watt, se escucha “el sonido de un soliloquio, en tono de dictado” (Beckett, 2016, p. 285). Watt sigue confesando aun cuando no hay nadie para escucharlo. Incluso suele oír voces que -teniendo en cuenta la anterior escena- bien podrían ser suyas. La enajenación de la propia voz está del lado de la fracturación, la cual reaparece en No yo. Sin embargo, en la ruptura hay una confusión que alcanza la unión. Boca, la voz que la corrige y Oyente parecen ser partes de un mismo sujeto. Hamm le indica a Clov que su función es replicarlo. A su vez, Watt y Sam habitan “jardines parecidos, parecidamente vallados” (Beckett, 2016, p. 193) como si uno fuera el espejo del otro. Los personajes se asemejan hasta ser intercambiables.

Sin embargo, prevalece la necesidad de ser un ego diferenciado de otros. Boca menciona que tiene que admitir que esa voz es suya. Fin de partida inicia cuando Clov quita las sábanas que cubrían a Hamm, Nagg y Nell. Destapa ante el público a los personajes como si fueran parte de la escenografía: objetos acabados, sujetos sin una sola grieta. Watt precisa un “socorro semántico” (Beckett, 2016, p. 109). Por lo tanto, aunque comienza a cuestionar el valor de la palabra hombre, retiene esa categoría para referirse a sí mismo. Finalmente, la necesidad de establecer un yo conlleva al fracaso: hay una resistencia al poder, una resistencia a la subjetivación. Boca roza la histeria y suplica “que todo pare” (Beckett, 2017, p. 424). Nagg y Nell, junto a los relatos de Hamm, burlan a la pareja malthusiana imitándola. Watt es perverso y, sin embargo, no resuelve su sexualidad. Los géneros de estos personajes, y de los textos producidos, se vuelven inestables.

La inestabilidad conduce inevitablemente a la aporía, a la indefinición. Alejandra Pizarnik (1936-1972), poetisa argentina, comprende eso al reescribir Fin de partida bajo el título Los poseídos entre lilas (1969). Ahí, la contradicción está en la combinación de lo infantil y lo terrible, expresada en la primera acotación escénica: “Luz como una agonía [...]. Pero también [...] como en un libro para niños” (Pizarnik, 1990, p. 83). Sin embargo, Pizarnik pierde así otra aporía, fundamental en los textos beckettianos: el sexo como verborragia[20]. La forma de escritura de Beckett junta la palabra con el cuerpo. La logorrea de No yo tiene un ímpetu sexual. La novela Watt es un cuerpo donde las voces de los personajes son mezcladas con las del narrador. Fin de partida procrea, hace nacer otras historias en su interior. Esta unión entre lo textual y lo sexual termina por generar un sexo textualizado, incorpóreo.

¿Qué hacer cuando el sexo rebalsa de significados y ya ni siquiera se vincula a un cuerpo real? ¿Qué hacer al descubrir que el sexo, saturado, ya no significa nada? Beckett responde a ello con un sufrimiento violento. Watt llora al ser expulsado de esa casa sexual, Boca grita como si el intento por evitar la subjetivación le doliera, Hamm maltrata a sus padres y Clov anhela la exogamia. Esta cuestión resurge en otros textos escritos por Beckett, como Molloy (1951). El protagonista de esta novela relata cómo llega a vivir en el cuarto de su madre; en definitiva, cómo pierde el contraste con aquella otredad. Ante esa mismedad reacciona duramente al llamar a su madre “esa pobre puta unípara” (Beckett, 2016, p. 50). Y es Lee, personaje de la novela Queer (1985) del escritor estadounidense William Burroughs (1914-1997), quien mejor capta esta violencia. Lee se refiere a su deseo homosexual en términos de “el dolor lacerante del deseo ilimitado” (Burroughs, 2012, p. 97). Así, sintetiza esa respuesta sufrida ante la diversidad sexual.

Los géneros, que de por sí son una cuestión en común compartida por una serie de individualidades, se pueden entender de manera más amplia. Al difuminar los límites entre ellos, aparece un espacio comunitario. A pesar de la constante difuminación, en los textos de Beckett ese sentido apenas si se hace visible. Prevalece el dolor, el cual amenaza con desaparecer con el silencio, un silencio imposible. Clov ruega inútilmente a Hamm “deja que me calle” (Beckett, 2017, p. 235), Boca encuentra la calma en pausas que no son eternas, Watt utiliza métodos de incomunicación (cambiar el orden de las letras, palabras y frases) para bloquear una verborragia imparable. Entonces, la resistencia al poder tiene que darse por otro lado. Luego de aceptar la dolorosa aporía, conviene adoptar otro ideal. Hoy en día, el ideal de las manifestaciones LGBT+ se presenta como salvador. En esas marchas flamean banderas de colores vibrantes, hay música y danza, hay una cercanía con la performance, y la identidad resiste a la subjetivación, con alegría se la admite como una “condición migrante, en estado de apertura” (Barrancos, 2008, p. 18). La actualidad nos ofrece el ideal del género difuso como fiesta.

Referencias
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Notas:

[1] “Watt [...] se había construido una almohada de palabras conocidas en la que apoyar la cabeza” (Beckett, 2016, p. 147).

[2] Las otras dos reglas no son relevantes al enfoque de este trabajo debido a que refieren a tácticas y estrategias.

[3] “un gusano gordezuelo, en el acto de penetrar en la tierra. Quizás esto era lo que atraía la atención de Mr. Knott” (Beckett, 2016, p. 181).

[4] Con la expresión “impulsar el alma fuera de él” se refiere, por el contexto, a hablar sin parar.

[5] “un beso educado” (traducción propia).

[6] Boxall usa el término sameness. Dado que él lo opone al término otherness, sameness se puede traducir como mismedad (lo contrario a otredad, al espacio habitado por lo otro).

[7] “HAMM: ¡Maldito progenitor!” (Beckett, 2017, p. 216).

[8] La carceralidad es la construcción de un espacio semejante a la cárcel.

[9] “La procreación corporal de niños es más un embarque hacia la muerte que hacia la vida” (traducción propia).

[10] “suplicar a la boca que pare” (Beckett, 2017, p. 422).

[11] “El conflicto dramático resulta de las fuerzas antagonistas del drama” (Pavis, 1998, p. 90).

[12] “es un flujo corporal que viene de adentro pero que es extraño a ella” (traducción propia).

[13] Si se desea un análisis de la histeria en No yo según categorías estrictamente freudianas, recurrir a Elin Diamond (2004).

[14] “parte del espectáculo que atrae la atención del público” (Pavis, 1998, p. 90).

[15] “donde el actor «se encierra en un gran maniquí de mimbre del cual es el alma»” (Pavis, 1998, p. 432).

[16] “flujo de palabras… [...] no puede parar el flujo…” (Beckett, 2017, p. 422).

[17] “las aberturas del cuerpo [...] sirven como locus privilegiado para la interacción entre el cuerpo y el mundo externo” (traducción propia).

[18] La palabra transgénero refiere a personas cuyas identidades de género son distintas del sexo que se les asignó al nacer. En este caso es utilizada como metáfora de la cualidad de un texto para estar por encima de los géneros literarios establecidos.

[19] “HAMM: ¿No estamos a punto de… de… significar algo?

CLOV: ¿Significar? ¡Significar, nosotros!” (Beckett, 2017, p. 228).

[20] Aunque hay momentos en los que parece aproximarse a dicha aporía, como cuando uno de los personajes expresa “¡Qué cosa el sexo! Pura psiquis, nada sino psiquis” (Pizarnik, 1990, p. 93).

 

 
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