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Alterofobia: el miedo a los demás como condición Alterophobia: fear of others as a condition |
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Eduardo Farías Trujillo Víctor Manuel Castaño Meneses
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DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.7b23 | |||||||
Recibido: 00/00/2023 |
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Cómo citar este artículo (APA): En párrafo: En lista de referencias:
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Resumen. Palabras clave: Alterofobia. Diálogo. Bioética. Inteligencia colectiva. Abstract. Keywords: Alterophobia. Dialogue. Bioethics. Collective intelligence. |
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Introducción Lobos y corderos Una fábula Así que, hasta hoy, la cuestión sobre la naturaleza de los seres humanos evoca, convoca y provoca. En primer lugar, evoca, por ejemplo, aquel pasaje bíblico que afirma que “Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien” (Génesis, 1, 21), incluidos la mujer y el varón; aunque también afirma: “Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahveh de haber hecho al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón” (Génesis 6, 5-6); evoca a Séneca (1989, 201), que afirmó que el hombre es “una criatura sagrada para el hombre”, pero también a Freud, quien aseveró que:
En segundo lugar, la cuestión de la naturaleza humana convoca a escritores, antropólogos, neurocientíficos, teólogos, legistas, filósofos y bioeticistas. Las posturas van desde quienes la niegan, pasando por quienes la naturalizan, hasta llegar a quienes la cultivan, pero también proponen la transhumanización como el siguiente paso evolutivo. Por último, este tema provoca. Provoca deliberación, reflexión, diálogo; provoca la búsqueda de respuestas críticas; provoca encuentros y desencuentros, pero, sobre todo, provoca que la respuesta que se dé a esta cuestión antropológica termine por definir a quien la da. Los seres humanos se definen por el modo como definen la naturaleza humana. Así que, ¿es el ser humano un lobo o es un cordero? Es verdad que se pueden esgrimir argumentos a favor de ambos puntos de vista, y lo que se ve en el panorama actual es que algunas personas creen más convincente pensar que los humanos son corderos, fácilmente manipulables que pueden llegar a tomar decisiones y a actuar de tal forma que se perjudiquen a ellos mismos. Quienes así piensan, han dado origen, por ejemplo, a las dictaduras y al creciente populismo mundial, pues el fundamento se ha puesto en la concepción de que los corderos necesitan a alguien que los guíe, por lo cual, los líderes, ya sean políticos o religiosos, viven con la convicción de que están cumpliendo con un deber moral y que pasarán a la historia como ejemplos a seguir (Álvarez y Kaiser, 2016). Por otro lado, los que piensan que el ser humano no es sino un lobo, no solo para sus congéneres, sino para el mismo planeta, presentan ejemplos como el holocausto, en el que se muestra la maldad de la especie humana, porque el exterminio de judíos, dicen, fue obra no de Hitler solo, sino de cientos de personas que no solo mataban voluntariamente, sino que sentían placer al realizarlo. Los seres humanos son buenos esencialmente Esta idea podría funcionar como un fármaco capaz de cambiar la cosmovisión que actualmente está en boga: se trata de una idea que puede devenir en la chispa que encienda una revolución que permita a los hombres y mujeres de hoy organizar de modo distinto la sociedad y de crear estructuras que hagan factible y real el anhelo, y el derecho, de vivir, convivir y sobrevivir de todos los habitantes, humanos y no humanos, de la casa común de todos, el planeta Tierra. A fin de cuentas, tal como lo ha aseverado Savater (2015, p. 94) se trata de tener valor para elegir la humanidad, no porque se desconozca o se trate de ocultar la inhumanidad, sino porque, en esencia, la gente, fundamentalmente tiende al bien, a pesar de episodios de insensatez, imprudencia, estulticia, irracionalidad, locura, egoísmo o maldad. Elegir la humanidad
En el ámbito específico de la bioética, urge destacar que, frente a la liturgia sacrificial que se celebra en los templos de los pontífices de los “adelantos” y “avances”, debe cultivarse una bioética tal que confronte los desarrollos recientes de la biología, de la biotecnología, de la biomedicina y demás ciencias de la vida. La razón es que nunca había tenido la humanidad tantas posibilidades de mejorar la calidad de vida en el planeta, como de destruirla. Hoy, se requiere una bioética capaz de asumir su compromiso de ocuparse por el presente y el futuro de la vida en su comienzo, en su desarrollo, en su fin y en la armonía del conjunto de los vivientes. En este ámbito, es necesario no olvidar que cada uno de estos estos problemas tiene dos caras, i.e., el aspecto técnico y el aspecto humano. Como ejemplos, pueden citarse los problemas que brotan entre las nuevas técnicas de reproducción humana y los valores de las diferentes comunidades, o los problemas que surgen del empleo de los medios de prolongación artificial de la vida o de las aplicaciones terapéuticas de las manipulaciones genéticas. El diálogo creativo ha de suscitarse entre la técnica biomédica de los científicos, la técnica legislativa de los juristas, la técnica de planificación social de los políticos y economistas, etc., y los valores humanos que están en juego. Es un diálogo entre ciencias de la vida y las diferentes cosmovisiones. Ahora bien, el ágora para dialogar sobre estos problemas debería ser el del pueblo, el foro democrático, la plaza pública y no un coto reservado únicamente a los así llamados especialistas, sobre todo, porque, los “expertos” en bioética no existen, dado que “La competencia moral pertenece a todos los agentes” (López, 2002, p. 168), lo cual significa que un diálogo creativo, con la finalidad de buscar y generar soluciones a los problemas globales, no puede dejar en manos de un grupo en especial la justificación de los juicios morales ni la toma de decisiones.
Bondad humana y bioética En otras palabras, se trata de defender, argumentativamente, la propuesta de que cualquier er humano con dignidad, entendida esta como una condición de posibilidad sustentada, prima facie, en la ausencia de cualquier discriminación basada en el sexo, la etnia, la cultura o el credo, con una “capacidad de autovaloración o competencia ética mínimas,” (Bello, 2008, p. 121) posee el derecho inalienable e irrenunciable de ser partícipe en la definición de la dignidad que quiere para su propia vida y para su muerte, y, por tanto, para transmitir esta definición y esta decisión a su comunidad o colectividad, i.e., sus familiares, amigos y autoridades, entendidas estas como el grupo de personas a quienes se considera expertos, a quienes se puede acudir para justificar los juicios morales. Optar por la humanidad significa que lo humano reconozca a lo humano tanto por lo que se refiere a lo biológico, como por lo referente a lo moralmente definible como tal. Al incluir ambos aspectos, es factible identificar la dignidad humana con la capacidad, propia y exclusiva de la especie de la misma denominación, de darse valor a sí misma, en sus diversas dimensiones: individual, genérica y cultural, pero sin olvidar que esto es aplicable no sola ni exclusivamente a cada individuo, a cada género y a cada grupo por sí mismo sino, sobre todo, en una actitud de interacción, de empatía, simpatía y compasión, que posibilita que se dé valor al otro o a los otros y, más aún, en situación de vulnerabilidad (Bello, 2008). Los seres humanos terminan por definirse éticamente cuando pretenden elaborar una determinada bioética… y cuando adoptan tal o cual un modelo de identidad antropológica. El mito de la intrínseca maldad humana
La teoría de la capa (De Waal 2007) postula que los humanos son bestiales por naturaleza y que, en consecuencia, son malos o profundamente egoístas; por lo que lo que se espera una actuación maligna, i.e., que el hombre sea un lobo para el hombre. Pero sobre tal aseveración, esta no es una teoría que pueda explicar con suficiencia cómo los Homo sapiens pasaron de ser animales amorales a ser animales morales. La teoría entra en conflicto con la evidencia de que el procesamiento de las emociones es la fuerza que impulsa la realización de juicios morales. Probablemente, ese proceso no llegó a especificar las normas y valores morales, pero ha dotado a los humanos de la infraestructura psicológica, las tendencias, las capacidades y las habilidades necesarias para desarrollar una pauta que tenga en cuenta los intereses de la colectividad en su conjunto, capaz de guiarlos en la toma de decisiones vitales. Aquí reside la esencia de la moralidad humana y no en una simple serie de cálculos y razonamientos. Ahora bien, los prejuicios de que los desastres van acompañados de saqueos, desorganización social y conductas desviadas son ejemplos de los así llamados mitos sobre los desastres. La expresión de Garton Ash (2005, párr. 4), “la civilización (es) la fina capa que pusimos sobre el magma hirviente de la naturaleza, incluida la naturaleza humana” es un ejemplo de estos mitos. Bondad humana y desastres La segunda narrativa brota y se construye a partir de los datos que ofrecen los registros históricos. En lugar de que transformen a las personas antisociales y salvajes, los desastres producen una marea de comportamientos prosocial y sentimientos de comunidad. Por su parte, quienes sobreviven a la desgracia se dedican a crear comunidades de ayuda mutua, participan en actos generalizados de altruismo y reportan un mayor sentido de solidaridad entre ellos (Zaki 2020). Quienes no se vieron afectadas por el desastre, son capaces de descender, como el Buen Samaritano, de su cabalgadura y se presentan como voluntarios, sin olvidar que echan a andar un enorme flujo de donativos en dinero y en especie (Bauer et al., 2016). Cuando una colectividad se enfrenta a un desastre, la población reacciona con altruismo y filantropía; cuando las comunidades forman un vínculo a partir de problemas, metas, vulnerabilidades y experiencias compartidas, pueden compartir un sentido de destino común; cuando las personas perciben una amenaza externa, que afecta simultáneamente a todos y todas, pueden actuar colectivamente y solidarizarse entre sí. Por tanto, muchas personas llegan a volverse prosociales en sus acciones, pues cuidan de sí mismos y de los más necesitados dentro de su comunidad, desde amigos y familiares hasta vecinos y extraños (Tekin, 2021). La explicación de esto estriba en que desaparece la dinámica de que homo homini lupus y, en su lugar, se pone en marcha la dinámica del ángel o el cordero, porque, desde esta perspectiva, homo homini sacra res, el ser humano es sagrado para el ser humano (Séneca 1989). Las personas que salen voluntariamente a prestar su ayuda durante un evento catastrófico son evidencia de que no se necesita la experiencia de primera mano de un desastre para desencadenar el altruismo, la ayuda mutua y la capacidad de improvisar una respuesta. Esas personas son un recordatorio viviente de que, aunque los desastres pueden ser catalizadores para hacer surgir tales cualidades, los desastres no las producen, no son su fuente originaria; esas cualidades tienen su origen en y están construidas por las creencias, los compromisos y las comunidades, no por el clima, la sismología o las bombas, porque “la mayoría de nosotros somos animales sociales, hambrientos de conexión, así como de propósito y significado” (Solnit, 2009). La bondad natural como forja de carácter La alterofobia Interpretando al Estagirita, puede decirse que el hombre y la mujer tienen las virtudes y las condiciones físicas y psíquicas necesarias para convivir con otros, pero, el solo hecho de poseerlas de manera pasiva no es suficiente para constituir una ciudad, para edificar la polis. De la potencia, es necesario pasar al acto, lo que significa poner en juego las capacidades, las facultades, las virtudes, las potencialidades humanas, trámite el esfuerzo necesario para desarrollarlas, además de la educación, que entraña, primero, la acción de agentes exteriores, segundo, el empeño personal para aprender y dejarse guiar por alguien que sabe más, o conoce el camino, lo que hoy se denomina, en la casuística renovada, autoridades contemporáneas (Hall, 2018), que no es otra cosa sino aquellas entidades que consideramos como expertas en alguna materia o área determinada. En relación con esto, se podría plantear la cuestión nodal de si las personas pueden dejar de alimentar al cordero de su corazón y convertirse en monstruos. ¿Qué hace falta para transformar a un ser humano en un monstruo? Algunos han respondido que es suficiente con situar a la gente en determinadas circunstancias para que brote de su corazón la maldad que está escondida bajo la capa de humanidad que la mantiene a raya. Son cuestiones que se estudian en la psicología social. Son famosos algunos experimentos (Hall, 2018, pp. 12-15) realizados en esta área, sobre todo, porque fueron muy controversiales y demostraron, aparentemente, entre otras cosas, la crueldad del Homo sapiens. La desconfianza hacia los otros seres humanos, sobre la base de que la gente es malvada, cruel, egoísta y capaz de hacer sufrir a otros por puro placer, sobre todo estando en grupo, probablemente, sea una idea que ha sido utilizada por quienes pueden obtener beneficios de que se viva en un ambiente como ese. Frente a las palabras de Ana Frank (2001), que dejó por escrito en su diario:
se podrían colocar las palabras de Niebuhr (1932), quien fue un pastor y teólogo estadounidense, que expresó “A lo largo de todos los siglos de experiencia, los hombres aún no han aprendido a vivir juntos sin agravar sus vicios y cubrirse unos a otros "de barro y de sangre" (Niebuhr, 1932, p. 1). La hipótesis de este autor es que los seres humanos, como individuos, pueden superar sus predisposiciones hacia el pecado. Sin embargo, las herramientas que usan para liberarse son insuficientes cuando se trata del ego colectivo de un grupo determinado. Los vicios del colectivo no pueden eliminarse, solo pueden ser subyugados por la naturaleza brutal de otros grupos que buscan asimilar el colectivo más grande. La razón es que “La mayoría de los individuos carecen de la penetración intelectual para formar juicios independientes y, por lo tanto, aceptan las opiniones morales de su sociedad” (p. 36). Pero ¿qué han mostrado los experimentos en psicología social? ¿Es suficiente aseverar que el hombre es solamente pecado y depravación, por tanto, capaz solo de maldad (Niebuhr 1932, pp. 51-82)? Philip Zimbardo Poco después del mediodía, los jóvenes que jugarían el rol de prisioneros, y que habían sido arrestados en la mañana, fueron conducidos al sótano del edificio 420 de la Universidad de Stanford, donde estaban los despachos del departamento de Psicología. Como parte de la puesta en escena, en el pasillo se colocó un gran letrero que rezaba PRISIÓN DEL CONDADO DE STANFORD. En ese recinto los esperaban los otros nueve estudiantes que, atendiendo a su rol de carceleros, vestían uniforme y gafas de sol reflectantes. Antes de empezar, a todos los estudiantes se les aplicaron unos exámenes de preselección para comprobar que obtenían puntuaciones normales y eran aptos para realizar el experimento. El pago que fue concertado fue de 15 dólares diarios. Como parte del montaje, se dictaron normas por las que se debían regir. A los que harían el rol de reclusos se les dijo que serían simplemente un número, que estarían encarcelados durante un período de dos semanas y que había unos límites en cuanto a castigos, maltratos, o torturas. Se les explicó que el objetivo del experimento era estudiar cómo era la vida en prisión y los aspectos negativos de la psicología del encarcelamiento. A todos se les comunicó que, una vez terminado el experimento y pasado un tiempo, cuando se hubieran distanciado un poco de esa experiencia, volverían a reunirse para hacer nuevas entrevistas, analizar los resultados, contar sus experiencias, y realizar una evaluación final. Una vez trasladados a la prisión, lo primero que se hizo fue desnudar a los presos uno a uno y dejarlos esperando en el pasillo. A continuación, les ataron los tobillos con cadenas, les pusieron una capucha de nailon y una especie de camisón con un número. A partir de ese momento, dejaron de tener nombre. Los guardianes se dirigían a ellos exclusivamente por su número, y los presos también tuvieron que referirse a sí mismos o a otros presos por su número. Por último, los encerraron de tres en tres en despachos acondicionados como celdas. Lo que sucedió a continuación es del dominio común. Apenas comenzó el experimento, los guardias comenzaron a mostrar conductas abusivas que al poco tiempo se convirtieron en sádicas. A pesar de que habían recibido instrucciones de no dañar físicamente a los presos, llevaron a cabo todo tipo de violencia psicológica. Identificaban a los prisioneros con números, evitando llamarlos por su nombre, los enviaban constantemente a confinamiento solitario, los desnudaban, los obligaban a hacer flexiones, a dormir sobre el suelo, les ponían bolsas de papel sobre la cabeza y los obligaban a hacer sus necesidades en baldes. "El primer día que llegaron, era una pequeña prisión instalada en un sótano con celda falsas. El segundo día ya era una verdadera prisión creada en la mente de cada prisionero, cada guardia y también del personal" (BBC, 2018). Después de poco tiempo, varios de los presos empezaron a mostrar desórdenes emocionales. "Lo más efectivo que hicieron (los guardias) fue simplemente interrumpir (nuestro) sueño, que es una técnica conocida de tortura” (BBC, 2018). A pesar de todo esto, solo unos pocos de los estudiantes abandonaron el estudio. El llamado "experimento de la cárcel de Stanford" llegó a niveles tan perversos que debió suspenderse menos de una semana después de comenzar. En total, duró seis días, a pesar de que, inicialmente, tendría una duración dos semanas. El resultado fue evidente. Según Zimbardo, la situación influye en la conducta humana y poner a personas buenas en un lugar malo las hace actuar mal o, como en el caso de los “prisioneros”, resignarse a ser maltratadas. Sin embargo, hace algunos años, Zimbardo expresó lo que podría ser considerado como el resumen de su investigación:
El efecto Lucifer Los capítulos 14 y 15 constituyen la razón de ser de este libro. En efecto, en ellos, Zimbardo abandona su estilo académico para asumir un estilo más bien político. A través de estos capítulos, hace un detallado relato de la participación que, como experto, especialmente en conducta deshumanizada, tuvo al testificar a favor de uno de los soldados que fueran sometidos a corte marcial (2004) por abusos que cometieran contra prisioneros iraquíes en la cárcel militar Abu Ghraib, Irak. Zimbardo sostiene que tal juicio fue sesgado y su fallo, errado; que la corte marcial no tomó en cuenta su testimonio, condenando a su defendido a ocho años de prisión. Nuestro autor, a fin de cuentas, apoya su crítica a la corte marcial analizando lo ocurrido en Abu Ghraib desde la persona que fue sometida a proceso, i.e., su defendido, hasta la situación en la se produjeron los hechos para llegar al complejo sistema que permitió que todo ello ocurriera, por lo cual, termina con la advertencia que lo ocurrido en la prisión Stanford y lo ocurrido en la prisión Abu Ghraib son una ilustrativa lección acerca de cómo “sistemas perversos” dan origen a “situaciones perversas” y cómo estas, a su vez, originan “conductas perversas” aún en personas buenas. La cuestión nodal, entonces, es deliberar sobre la validez del experimento y la veracidad de sus conclusiones, porque este experimento puso en evidencia que, en ciertos contextos, el poder de la situación, o más bien, el poder de aprovecharse de la situación puede superar al poder del autocontrol, al poder personal. Así, si nada ni nadie puede impedírselo, cualquier persona podría cambiar de conducirse con bondad a hacerlo con maldad ¾incluso rápidamente¾, bajo ciertos requisitos. En resumen, esto significa que, si alguien no es adecuadamente vigilado, si cuenta con los medios físicos y verbales necesarios, y tiene el poder, la jerarquía o la posición social para ejercer maldad, es muy probable que termine haciéndolo. Es la idea que defendía Niebuhr (1932), específicamente cuando aseveraba que: “Nuestra cultura contemporánea no se da cuenta del poder, el alcance y la persistencia del egoísmo grupal en las relaciones humanas” (p. xxii). Lo primero que llama poderosamente la atención es un comentario que el propio Zimbardo deja como testimonio:
Este texto revela, claramente, que el investigador principal estaba orientando la conducta de los guardias de prisión. No se trataba, entonces, de un experimento en el que los participantes, con el rol de carceleros, hayan decidido libre y voluntariamente comportarse sádicamente. Simplemente, obedecieron las indicaciones que se les dieron. El investigador principal no se mantuvo al margen del experimento, sino que se comportó como director de la prisión. Si en un estudio científico, en este caso de psicología social, se permite que los participantes sepan cuáles son las finalidades que se persiguen con el experimento, ya no se obtienen datos de un estudio de ciencia, sino los de una obra teatral. Dave Eshleman, quien jugaba el rol de carcelero, recuerda que tomó el experimento como una especie de juego actoral: “Después del primer día, noté que no pasaba nada. Fue un poco aburrido, así que tomé la decisión de interpretar el papel de un guardia de prisión muy cruel” (BBC, 2018). Por eso, Le Texier (2019) publicó un estudio sobre este experimento y llegó a la conclusión de que el mérito científico del estudio debe ser cuestionado, porque, primero, no es de la autoría de Zimbardo, pues se basó en un experimento carcelario ideado y realizado por estudiantes en una de las clases de Zimbardo 3 meses antes: “… el SPE (Stanford Prison Experiment) surgió de un experimento estudiantil que tuvo lugar en un dormitorio de la Universidad de Stanford en mayo de 1971, bajo la dirección de David Jaffe”; segundo, los guardias recibieron instrucciones precisas sobre el tratamiento de los presos, por ejemplo, “Sabían que debían producir un "ambiente psicológico" porque la "prisión física" no era suficiente para despertarla por sí sola” ; tercero, a los guardias no se les dijo que eran sujetos también de la investigación: “Los materiales de archivo revelan, por el contrario, que los participantes casi nunca perdieron el contacto con la realidad y eran conscientes de participar en un experimento”, y, cuarto, los participantes casi nunca estaban completamente inmersos en la situación: “Estos jóvenes tuvieron que descubrir cómo comportarse en una prisión gobernada por científicos que les pagaban tanto para jugar como para ser espontáneos”. ¿Qué pasaría si se intentara replicar el experimento de la Universidad de Stanford, pero sin darles instrucciones a los que jugaran el papel de carceleros? Pues he aquí que, el 1 de mayo de 2002, la BBC estrenó el primer episodio de The Experiment (BBC, 2002). Lo que se esperaba que fuese un gran drama, terminó siendo un reality show bastante aburrido, porque, a diferencia de los prisioneros, los guardias no se identificaron con su papel. Esto hizo que los guardias se resistieran a imponer su autoridad y finalmente fueron vencidos por los prisioneros. Luego, los participantes establecieron un sistema social igualitario. Quizá, dolorosamente, para quienes deciden no elegir por la tendencia natural de los seres humanos al bien, lo que sucede cuando pones a un grupo de hombres o mujeres buenos en un lugar execrable es que no ocurre nada… o peor, crean una colectividad fraterna y pacifista. ¿Qué diría Zimbardo de este experimento auténticamente válido y éticamente aceptable? En 2018, Blum publicó The Lifespan of a Lie, que, en efecto, tal como lo afirma Zimbardo, su experimento, que, parece ser, se trata de una mentira, ha tenido una vida útil y continúa hasta el día de hoy. Blum logró tener una entrevista con Zimbardo vía Skype. Dos meses antes se habían contactado para hablar, pero Zimbardo guardó silencio hasta que se publicó el libro de Le Texier (2008) y aceptó la entrevista. A la pregunta explícita de si no pensaba que ese libro —Histoire d'un Mensonge— pudiera cambiar el parecer de la gente acerca del experimento, el psicólogo contestó que no le importaba:
Zimbardo aseveró que no había ningún experimento tan famoso ni tan longevo como el suyo, pero, quizá, no tenía toda la razón, porque Stanley Milgram, en 1961, realizó una serie de experimentos cuya finalidad era medir la disposición de un participante para obedecer las órdenes de alguien con poder[1], incluso cuando estas órdenes pudieran ocasionar un conflicto con su sistema de valores y su conciencia. Las cuestiones a las que se trata de responder son ¿hasta qué punto somos totalmente conscientes de las consecuencias de nuestros actos cuando tomamos una decisión dura por obedecer a la autoridad? ¿Qué complejos mecanismos intervienen en la obediencia actos que van en contra de nuestra ética? El experimento de Milgram Los dos sujetos —el sujeto verdadero y el cómplice— echaron suertes, sacando un papel, para saber quién iba a ser un "profesor" y quién un "alumno". El sorteo era falso, ya que el sujeto verdadero siempre obtendría el papel de "profesor". El profesor pudo ver que el alumno estaba atado a una silla y tenía electrodos. Luego, el sujeto fue ubicado en otra habitación delante del generador de descarga, sin poder ver al alumno. El “profesor recibía 4 dólares por cada hora que invertía en el experimento. Milgram creó un "generador de descarga" eléctrica con 30 interruptores. El interruptor estaba claramente marcado en incrementos de 15 voltios, oscilando entre los 15 y 450 voltios. También puso etiquetas que indicaban el nivel de descarga, tales como "Moderado" (de 75 a 120 voltios) y "Fuerte" (de 135 a 180 voltios). Los interruptores de 375 a 420 voltios fueron marcados "Peligro: Descarga Grave" y los dos niveles más altos de 435 a 450 fueron marcados "XXX". Así que, cada vez que el alumno daba una respuesta equivocada, el profesor debía pulsar un interruptor y suministrar, como castigo, una descarga eléctrica. Milgram (1963) reportó que 26 sujetos obedecieron completamente las órdenes dadas durante la experimentación y administraron la descarga más alta en el generador. 14 sujetos interrumpieron el experimento en algún momento después de que la víctima protestara y se negara a dar más respuestas. El resultado fue que algunos de los sujetos que daban las descargas experimentaron niveles extremos de tensión nerviosa, que se manifestó en sudoración profusa, temblor y tartamudeo. Un signo inesperado de tensión, que no tenía, hasta entonces, una explicación, fue la aparición regular de risa nerviosa, que en algunos derivó en convulsiones incontrolables. Fueron, según Milgram (1963), muy interesantes tanto la variedad de dinámicas de comportamiento como la realidad de la situación para quienes aplicaban el castigo. En este experimento, el 65% de las personas obedecieron ciegamente a las órdenes de infligir dolor, porque fueron capaces de electrocutar a un desconocido. Los sujetos que aplicaban las descargas eran padres de familia, amigos leales y trabajadores honestos que, sin embargo, porque se lo pidieron, fueron capaces de llegar hasta los límites máximos. Esto explicaría, según Milgram, algunos de los horrores de los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, en donde judíos, gitanos, homosexuales, eslavos y otros enemigos del estado fueron masacrados por los nazis. La conclusión de Milgram fue que, antes del experimento, los expertos pensaban que, aproximadamente, solo entre el 1 y el 3% de los sujetos no dejaría de realizar las descargas. Creían que se necesitaba ser alguien morboso o psicópata para hacerlo. Sin embargo, el 65% no dejó de realizar las descargas. Ninguno se detuvo cuando el aprendiz dijo que tenía problemas cardíacos. ¿Cómo pudo suceder esto? Esto tenía que ver con un comportamiento casi innato que indica que los seres humanos tienen que hacer lo que se les dice, sobre todo si proviene de personas con algún puesto o nivel de poder. En 1979, Milgram expresó que estaba seguro de que el Holocausto podría replicarse en suelo de Estados Unidos:
Sin embargo, Gibson (2013) realizó un análisis retórico de este experimento y sus conclusiones no dejan de ser interesantes. Es verdad que, tanto en los experimentos de Zimbardo como en los de Milgram, pueden destacarse algunas personas que son capaces de causar daño a los demás. No todos, pero sí algunos. La cuestión es dilucidar las circunstancias en las que esto es más factible que suceda. Así que, lo primero que hay que hacer notar es que se encuentra, en el experimento de Milgram cuatro características metodológicas que tienen que ver con cuatro tipos de estímulos o acicates: 1. Continúe, por favor, o siga adelante, por favor; 2: El experimento requiere que usted continúe; 3: Es absolutamente esencial que continúe; 4: No tiene usted otra opción; debe continuar. Haslan, Loughnan y Perry (2014) han analizado los documentos de este experimento y han llegado a establecer que, de hecho, Milgram realizó 23 tipos diferentes de experimentos, cada uno con un escenario, guión y actores diferentes. Contrariamente a la opinión recibida, la mayoría de los participantes de Milgram desobedecieron. En algunas condiciones, el experimentador le dijo al maestro que se detuviera en lugar de continuar. Otros tenían dos experimentadores que daban órdenes contradictorias. Hubo condiciones con maestras, o grupos de maestras —usando de nuevo cómplices— que presionaban al participante a obedecer o desobedecer. En algunas condiciones, el alumno llamó la atención sobre una afección cardíaca, en otra no dio ninguna respuesta verbal y, en otra, solo accedió a participar si podía retirarse cuando quisiera. En varias condiciones, el experimentador estaba físicamente distante del maestro. En otros, el maestro estaba sentado junto al alumno en la misma habitación. En una condición poco conocida, el alumno era amigo o pariente del maestro. A la pregunta de cuál fue el factor más poderoso que influyó para que algunos profesores llegaran a aplicar el máximo voltaje, se responde afirmando que fue el hecho de que experimentador ordenara, o no, que se administraran los niveles de descarga en constante aumento. En condiciones en las que el profesor era libre de elegir los niveles de choque, muy pocos procedieron al voltaje máximo. Además, los niveles de obediencia fueron significativamente más bajos cuando hubo desacuerdo entre los experimentadores, cuando hubo apoyo a la desobediencia entre los profesores y cuando el experimentador estaba ausente de la sala. Curiosamente, no fue mayor cuando el experimentador era una figura de autoridad más legítima o cuando el experimento se llevó a cabo en un entorno institucional más prestigioso. Una conclusión es que la obediencia es más fuerte cuando las figuras que detentan algún poder, o son consideradas como expertos, por lo que están revestidos de autoridad, dan directivas concretas, presentan un frente unido y mantienen contacto cercano con sus subordinados. También es más fuerte cuando los subordinados carecen de apoyo colectivo para la resistencia. En segundo lugar, se hizo evidente que la relación entre el alumno y el maestro era igualmente importante. Los profesores eran más propensos a negarse a continuar cuando el alumno estaba físicamente cerca, cuando el alumno era íntimo del profesor y cuando el profesor tenía un vínculo directo con el alumno. Así que la obediencia, al menos en el paradigma de Milgram, no es solo una cuestión de la relación del subordinado con la figura de poder —autoridad—. Aquí es donde se enfoca la mayoría de los estudios de Milgram, pero es solo una parte de la historia. Las relaciones sociales con personas que no sean una figura de poder son una poderosa influencia. Irónicamente, debido a que fueron aislados en un laboratorio experimental, los sujetos de Milgram carecían de la ventaja de la que disponen las demás personas en el mundo exterior cuando se las coacciona y presiona para que obedezcan. Por eso, ante el bullying, la mejor estrategia es encontrar aliados, formar alianzas y mantenerse unidos. Una cuestión no menos relevante es analizar las condiciones que hicieron posible que el 35% de los sujetos de la investigación, i.e., 14 personas de las 40 que participaron es el famoso estudio, se negaran a obedecer. El enfoque unilateral en el lado oscuro del experimento ha tenido el efecto no deseado de cegarnos a una de las características más obvias e inspiradoras del experimento: también mostró que cientos de personas comunes, aunque la minoría de los participantes de Milgram, de hecho, fueron capaces de defender lo que es correcto. Podría decirse que, aproximadamente un tercio de los sujetos de investigación emergieron del crisol situacional como héroes, armados con una competencia poco común para resistir al poder autoritario e inmoral. ¿Cualquiera podría tener este carácter de resistencia al poder? A partir de algunas investigaciones (Hollander, 2015; Hollander y Turowetz, 2015), es posible resumir lo que hace que el intento de resistencia sea exitoso en el escenario de Milgram. 1) Diversificación de las Técnicas. En lugar de confiar en una sola estrategia para contrarrestar la figura de autoridad o de poder, los participantes desafiantes pudieron usar varias. Por ejemplo, justificaron su negativa a continuar invocando la regla de oro y preguntándose cómo sería estar en el lugar de la víctima; o trataron a la víctima, y no a quien ostentaba el podere, como si tuviera derecho a decidir si continuar o no. 2) Comenzar pronto. En lugar de permitir que la situación problemática se afianzara profundamente, comenzaron a resistir relativamente temprano en el experimento. 3) Mantener la resistencia. En lugar de retroceder cuando la autoridad contrarrestó su resistencia, la sostuvieron probando una estrategia de resistencia alternativa. Y otra y otra, hasta que la propia autoridad se echó atrás. Parece, pues, que se ha pasado por alto un ingrediente crucial del heroísmo. Además de lo que aportan el coraje y la decisión nativos individuales, los héroes de Milgram tienen experiencia en un conjunto discreto de habilidades retóricas para hacer frente de manera efectiva a un curso de acción poco ético dirigido por una figura que ostenta poder. Además, este es un conjunto de habilidades que, una vez claramente identificado, se puede enseñar fácilmente con el fin de empoderar a las víctimas o posibles víctimas de relaciones tóxicas entre autoridad y subordinación. En resumen, lo que distingue a los héroes de Milgram de quienes se someten al poder autoritario e inmoral es, en gran medida una competencia o habilidad que puede enseñarse resistir una figura que ostenta un poder cuestionable. El Señor de las Moscas (2020) La historia de Golding (2020) pudiera ser ubicada en el tiempo entre el 6 y el 9 de agosto de 1945, días de los lanzamientos de las bombas atómicas en Japón, ya que algunos de los personajes mencionan este suceso en la novela. El eje central de la novela se traza en el conflicto de dos bandos competitivos inmersos en los seres humanos. Es la disyuntiva fundamental entre el vivir sobre la base de normas y reglas de la sociedad, el ser pacíficos y seguir las normas de la moral y del bien colectivo ante los deseos instintivos propios, o el actuar a través de la violencia para imponerse sobre los otros y cumplir la voluntad propia del dictador. La obra hace referencia a ciertos temas importantes para la época en que fue escrita, entre ellos está el bien y el mal, lo que se traduce en la civilización y el salvajismo, el orden y el caos, la razón contra la impulsividad, que exista una ley o impere la anarquía. La trama es que, en medio de una guerra furiosa, un avión traslada a un grupo de niños escolares de Gran Bretaña, este avión es derribado en una isla tropical desierta. Dos de los niños, Ralph y Piggy descubren una caracola en la playa, y Piggy se da cuenta de que podría usarse como un cuerno para convocar a los otros niños. Una vez reunidos, los niños se ponen a elegir a un líder y a idear una manera de ser rescatados. Eligen a Ralph como su líder, este designa a otro niño Jack para que esté a cargo de los niños que buscarán comida para todo el grupo. Ralph, Jack y otro niño llamado Simón emprenden una expedición para explorar la isla. Cuando regresan, Ralph declara que deben encender una señal de fuego para atraer la atención de los barcos. Los niños logran encender madera muerta enfocando la luz del sol a través de los lentes de Piggy. Sin embargo, los muchachos prestan más atención al juego que a controlar el fuego, y las llamas se apoderaron rápidamente del bosque. Con todo, los chicos gozan de su existencia sin mayores preocupaciones y pasan el tiempo jugando. Ralph se queja de que urge conservar la señal de fuego y construir chozas para refugiarse. Los cazadores fracasan en su intento de atrapar un cerdo salvaje, pero su líder Jack, se obsesiona cada vez más por el acto de cazar. Cuando un barco pasa por el horizonte un día, Ralph y Piggy se dan cuenta, con horror, de que el fuego de la señal, que había sido la responsabilidad de los cazadores para mantenerse, se ha apagado. Furioso, Ralph hostiga a Jack, pero el cazador acaba de regresar con su primer botín, y todos los cazadores parecen estar en un extraño frenesí, recreando la persecución del saltarín animal salvaje. A medida que los niños en la isla involucionan, de ser niños bien educados y ordenados que desean salvar, a los cazadores crueles y sedientos de sangre que no desean regresar a la civilización, naturalmente pierden la sensación de inocencia que poseían al comienzo de la novela. Los salvajes pintados en el capítulo doce (Golding, 2020, p. 260) que han cazado, torturado y matado animales y seres humanos están muy lejos de los inocentes niños que nadaban en la laguna en el tercer capítulo (Golding, 2020, p. 68). Pero Golding no describe esta pérdida de inocencia como algo que se les hace a los niños; más bien, emerge, naturalmente, de su creciente apertura al mal innato y al salvajismo que siempre ha existido dentro de ellos. Después de varias semanas, cuando tres niños han muerto violentamente, incluido Piggy, un barco se da cuenta del fuego en la jungla. Un oficial del Ejército inglés encuentra a Ralph sentado en la playa; los muchachos llegan posteriormente y se detienen en seco al ver al oficial. Asombrado por el espectáculo de este grupo de niños sanguinarios y salvajes, el oficial le pide a Ralph que explique, pero el niño está abrumado por el conocimiento de que está a salvo y, pensando en lo que ha sucedido en la isla, comienza a llorar. Los otros muchachos comienzan a sollozar también: “Ralph lloró por la pérdida de la inocencia (y por) las tinieblas del corazón del hombre…” (Golding, 2020, p. 286). Para Golding:
Es muy probable, entonces, que, si Golding escribió El señor de las moscas, fue porque, en parte es la triste idea que tenía de sí mismo. Lo que Bregman (2021) se pregunta en relación con esta novela es si alguien, alguna vez, ha investigado cuál sería la reacción y el comportamiento un grupo de niños de verdad en una situación semejante. Es muy obvio que no podría hacerse un experimento con niños a los que se abandonase varios meses en una isla desierta. Pero no hacía falta. La razón es que la alegoría de Golding había sucedido en la vida real. El milagro de Tonga (1965) Esos seis niños, Sione (Mano) Totau, Tevita (David) Siola’a, Sione Fataua, Luke Veikoso, Fatai (Stephen) Latu y Kolo Fekitoa, estuvieron solos durante quince meses y no la pasaron tan mal. Tan pronto como pusieron un pie en la isla decidieron no discutir, cosa que cumplieron salvo contadas excepciones. Rotaban los diferentes trabajos diarios en turnos de a dos. Crearon cultivos y hasta fabricaron un pequeño instrumento de cuerda con el que se entretenían por las noches. Cuando Stephen se cayó y se rompió una pierna, los demás se la entablillaron y le dejaron sanar durante meses. Fue precisamente Stephen quien logró hacer fuego; entre todos lograron mantenerlo encendido durante más de un año; lograron ponerse de acuerdo para trabajar en parejas y tenían un estricto horario de trabajo: dos vigilaban, dos cocinaban y dos cultivaban el huerto; cuando, alguna vez, dos de ellos discutían, cada uno debía alejarse a una punta de la isla hasta que el enfado se disipara. Todos los días, al amanecer y al anochecer, rezaban y cantaban. Uno de ellos, Kolo, logró fabricar una especie de guitarra y su música lograba hacer que el ánimo no decayera (Bregman, 2021, p. 55). Después de que un marinero los rescatara por accidente —por haber visto el fuego, obviamente—, los jóvenes regresaron a su pueblo; era el 11 de septiembre de 1966. Dado que la familia de cada niño había ya realizado funerales y la comunidad había ya intentado pasar página de ese doloroso episodio, la alegría en el pueblo fue máxima. Pero el fenómeno apenas circuló fuera de los países vecinos. Mientras los chicos de ‘Ata son la viva encarnación de cómo la amistad y la cooperación pueden superar los más duros obstáculos, aún hoy son muchos más los que acuden a las páginas de El señor de las moscas para buscar una confirmación moralista de la supuesta agresividad, egoísmo y maldad inherentes a la condición humana. El capitán Peter Warner (2020, p. 19), quien rescató a los niños, escribió:
A diferencia de El señor de las moscas, la aventuralos náufragos de la isla de ‘Ata es una historia que muestra el valor de elegir a la humanidad. Es una historia que revela lo que personas reales, en situaciones reales, en este caso seis chicos entre 13 y 16 años son capaces de conseguir cuando, en una interacción inteligente, cooperan y se apoyan unos a otros. Muchos millones de personas han leído la alegoría de Golding y han visto las películas referentes a esa obra. Es cuestión de justicia que también conozcan lo que sucedió en una auténtica aventura que terminó felizmente. La inteligencia colectiva sacó lo mejor de los protagonistas y ellos, mejor que nadie, representan el espíritu humano. Alterofobia o misericordia
La inteligencia creadora —sea individual o colectiva—, que sabe utilizar el diálogo creativo, resuelve problemas. Y eso debe ser fuente de esperanza. Hemos proyectado un modo humano de vivir, y esta es la gloria máxima del Homo sapiens. La inteligencia que no lo hace deviene estulticia o fracaso (Marina, 2016). Pero una realidad que sacude, que, provoca, que cuestiona es que no siempre se acierta con la solución prudentemente óptima, y, por eso, se hace necesaria la puesta en marcha de cultural que reflexione sobre lo que se ha hecho y se sigue haciendo. Los seres humanos están llamados a ser megalómanos humildes, porque hay problemas de los que se ignora si tienen una solución perfecta o se ignora si tienen solución. Una de las condiciones que hacen posible esto es que, frecuentemente, los valores fundamentales entran en conflicto. De aquí brota una cuestión sumamente importante: ¿se vive hoy en el mejor mundo posible? Este siglo es la mejor época de la historia, cuando, en términos generales, hay mayor prosperidad, mayor nivel de seguridad y mejor salud pública. Sin embargo, muchas personas no se dan cuenta de esto, porque las noticias que se consumen diariamente filtran las noticias y lo que periodísticamente vende es lo que tenga que ver con atentados, violencia y catástrofes. No se puede obviar que la moral es obra de la inteligencia social y puede ser fácil presa de la racionalidad individual, instrumental, que se mueve en otra onda. Las actuales construcciones morales tienen limitaciones que desembocan en situaciones trágicas. Heráclito ya lo sabía: “Es necesario darse cuenta de que el conflicto es común a todo y la justicia es contienda, y de que todas las cosas suceden según discordia y necesidad” (Citado por Marina, 2010, p. 186). Se ha evidenciado que la inteligencia social buscar disminuir el sufrimiento innecesario; de eso va la ética. Tanto la estulticia colectiva, como la individual, provoca sufrimiento innecesario. Por eso, los criterios para determinar si el diálogo creativo, que es la bioética, produce efectos positivos son los siguientes.
Los seres humanos viven, conviven, sobreviven juntos. Esa sociabilidad no es una tenue capa que desaparece mágicamente, sino que forma parte del carácter que cada ser humano se forja, porque, esencial y frecuentemente, el cordero es quien recibe el alimento y el lobo padece inanición. Conclusión En la actualidad, ha crecido en demasía un fenómeno que he llamado alterofobia, y que defino como el miedo, el odio o la desconfianza al otro o a la otra, ya sea debido a sus condiciones socioeconómicas, a su origen, a sus creencias religiosas, a su género y sexo o, simplemente, debido a que se lo o la considera diferente. Las condiciones que han posibilitado y exacerbado esta situación pueden ser encontradas en la idea, que deviene en actitudes, de que la humanidad es solamente una capa leve que tapa, oculta y mantiene a raya, mínimamente, la naturaleza salvaje y egoísta de los seres humanos. He afirmado que el modo de definir al ser humano termina por definirnos como tales. La idea de que homo homini lupus —el hombre es un lobo para sus semejantes— no corresponde a la íntima naturaleza del ser humano. En general, las personas tienen una tendencia natural al bien, aunque no se puede obviar que no existe la persona químicamente pura. La desconfianza en los demás, que se traduce en un miedo a que los demás se comporten de manera egoísta y violenta, tiene que ver con el filtro que hacen las noticias de aquellos eventos que son redituables porque son redituables periodísticamente hablando. Estas noticias tienen un efecto nocebo en los seres humanos. A fuerza de repetirlas, de verlas, de escucharlas, de leerlas, crean un ambiente de desconfianza hacia los demás seres humanos. Si constantemente se difunden noticias de asesinatos, masacres, violaciones, asaltos y muertes perpetrados por humanos en contra de humanos, lo más racionalmente prudente es mantenerse alejados de los posibles victimarios, que no son otros, sino todos los demás, ya sean vecinos, familiares o extranjeros. La catástrofe provocada por el huracán Katrina, los experimentos de Zimbardo, de Milgram, así como la novela de El Señor de las moscas, según el tratamiento que les han dado los medios de comunicación, las conclusiones falsas que se han publicado y la propaganda de la que han sido objeto, han funcionado como nocebos, porque la imagen que estas realidades presentan del Homo sapiens es la de Hobbes (2000), i.e., el hombre es un lobo para el hombre y es mejor mantenerse a una distancia prudente de tales lobos. Con todo, no puede negarse que la gente buena hace cosas malas. La cuestión a la que se responderá, a continuación, es sobre las condiciones que posibilitan estas actitudes. Entre otras, está la resonancia estocástica o ruido, además de aquellas situaciones que tienen que ver con las así denominadas tentaciones, pecados y voluntad débil. Aunque para los medios de comunicación es más rentable explotar la idea de que homo homini lupus, en la vida ordinaria y, sobre todo, en los momentos catastróficos y trágicos, encontramos que, para muchas personas, homo homini, sacra res ¾el ser humano es algo sagrado para el ser humano¾. De aquí brota la necesidad de crear, de generar, de aprovechar, de implementar la inteligencia de grupo, cuyo fruto es el diálogo creativo, característica sine qua non de la bioética. .
Notas: [1] Que es un estado en el cual una persona o grupo tiene, o siente que tiene, control sobre la conducta y las circunstancias sobre otros, ya sea debido a los recursos de los cuales se puede disponer o debido a su capacidad para ejercer algún tipo de influencia
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Universidad de Guadalajara Departamento de Filosofía / Departamento de Letras |
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