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Compartir el asombro Bases para el diálogo Share the amazement. Bases for Interreligious |
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Héctor Sevilla Godínez
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DOI: 10.32870/sincronia.axxvii.n83.1b23 | |||||||
Recibido: 03/11/2022 |
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Cómo citar este artículo (APA): En párrafo: En lista de referencias:
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Resumen. Palabras clave: Religión. Misterio. Asombro. Absoluto. Cultura. Abstract. Keywords: Religion. Mystery. Astonishment. Absolute. Culture. |
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Misterio y temor reverente La estricta consolidación del talento requiere de un seguimiento pormenorizado de las actividades de cada día. El desperdicio del tiempo se vuelve una ofensa a la vida, un menosprecio del misterio frente a nuestros ojos. Heschel (1987, p. 341) recalca la necesidad de la congruencia y admite en primera persona: “Desde niño me enseñaron a vivir la vida, o a esforzarme a vivir la vida, de una manera compatible con el misterio y el milagro de la existencia humana”. Nuestro compromiso con el misterio de lo inefable no se expresa de manera irresponsable, sino a partir de las evidencias implícitas en las conductas de cada día, en cada vínculo personal y en cada palabra expresada o escrita. Aun con el puntual cumplimiento de las diligencias elegidas, “somos las herramientas, no los artesanos” (Heschel, 1982, p. 202), a pesar de que eso sea un tremendo golpe a nuestra ilusión de omnipotencia. El temor reverente no es una facultad común, se trata de un logro que es consecuente a una disposición anímica y racional. El embelesamiento estético podría apartarnos del misterio presente en la belleza. Si “la hermosura de la naturaleza puede convertirse en una amenaza para nuestra comprensión espiritual” (Heschel, 1984a, p. 112), conviene advertir las preguntas que están escondidas en la belleza, su misterio detrás del gusto por lo visto. El embelesamiento produce atracción, el asombro reverencia. Cuando Heschel (1984a, p. 99) alude al Irat shamaim [temor reverente de Dios], admite que éste es anterior a la fe y que “está en la raíz de la fe”. Visto de tal modo, no hay fe sin temor reverente. La cuestión del temor podría ser entendida de manera incorrecta, así que conviene distinguir varias expresiones temerosas asociadas a la religión. Desde su cosmovisión, Heschel (1984a, p. 99) ofrece las consideraciones siguientes:
Por tanto, el temor reverente, a diferencia del simple temor, no nos incita a resguardarnos ni a buscar protección; por el contrario, el temor reverente se asocia a la precaución ante la insuficiencia personal frente a lo absoluto e inefable, de modo que debemos disponernos a la contemplación operante, a la devoción mediante la acción y cualificación. “El temor reverente es […] la intuición de un significado que está más allá del misterio” (Heschel, 1984a, p. 134), por lo que se vuelve imperante una sensibilidad que nos permita descubrir lo inefable en lo cotidiano. Del mismo modo que uno no teme al vacío cuando se entiende que de él puede desprenderse un nuevo significado o un sentido propicio, no cabe oscurecer la visión ante la presentación de la inefable nada o de la deidad absoluta. En otro de sus textos, Heschel (1961) alude la importancia de la reverencia ante el misterio. En la consideración de que “la fe es precedida por el temor reverente, por actos de maravillado asombro ante cosas que aprehendemos mas no podemos comprender” (Heschel, 1984a, p. 196), conviene descubrir la implicación de la religión con la filosofía y la ciencia, según las entiende el rabino polaco. El temor reverente no apunta a una constante actitud de solemnidad, sino que se involucra con una cierta festividad, sobre todo debido a persistir en la conciencia de la constante realización del misterio. En la vivencia de la reverencia, “la celebración es un estado activo, un acto de expresar veneración o sensibilidad” (Heschel, 1987, p. 203). No obstante, debe señalarse la insuficiencia de la reverencia para la vida espiritual. Si bien “la reverencia como tal es propia del hombre en todas las civilizaciones” (Heschel, 1982, p. 25), esto no sustenta la esencia de la reverencia ni conduce a la relación con lo reverenciado. Por ello, así como en el budismo se contacta con la necesidad de meditar en la medida en que más se medita, “cuanto más profundamente reverenciamos, tanto mejor advertimos que la mera reverencia es insuficiente” (Heschel, 1984a, p. 451). Por tanto, más allá del temor reverente se encuentra el pavor. Este último es “el sentimiento de asombro y de humildad inspirado por lo sublime o experimentado en presencia del misterio” (Heschel, 1987, p. 27). No debe confundirse con un pavor que paraliza a la persona, puesto que se trata de uno que la orienta a la acción y a la disciplina. El pavor del que hablamos también conlleva al compromiso por el aprovechamiento del tiempo, pues se logra conciencia de las consecuencias de la indiferencia. El camino intelectual es la premisa inicial y constante, pero no la respuesta plena. Desde la óptica de Heschel, la vida intelectual tendría que combinarse con el pavor y la reverencia:
Conocer en el desconocimiento constituye una proeza de otra índole, de mayor sofisticación y alcance, que cambia la vida sustancialmente, no sólo ofreciendo un modo de comprensión teórica sobre ella, sino pautando el camino para una novedosa manera de estructurarla. El enfoque hescheliano apunta a que “hay un solo camino que lleva a la sabiduría: el pavor” (1987, p. 30). Evidentemente se refiere a un tipo de sabiduría mística. En la combinación del pavor con la reverencia se ha dado cauce confiable al asombro derivado del misterio. En tal puente, “tenemos una certeza sin conocimiento: es real sin ser expresable” (Heschel, 1982, p. 22), lo cual es posible porque “pese a ser incognoscible, lo inefable es concebible” (p. 32). Esto opera en el ámbito de un razonamiento en el que la razón no se deposita en el terreno mundano. No se trata de que desde el Cielo provengan las respuestas, sino que desde la Tierra se comprende que ninguna respuesta es absoluta y definitiva. El pavor de extraviarse, de volverse superfluo, de esconderse o de no responder es lo que orilla a la respuesta. En la óptica hescheliana es necesaria la asunción de lo transpersonal; no obstante, aun sin partir de un parámetro teísta, cualquier no creyente puede responder a algún tipo de compromiso del cual pueda tener pavor de desprenderse. En proporción al compromiso y a la disposición por la búsqueda mediada por el pavor y la reverencia, “la intuición última es el resultado de momentos en los que nos sentimos estremecidos más allá de las palabras, instantes de asombro, temor reverente, alabanza, temblor y estupor radical; […] momentos de conocimiento a través del desconocimiento” (Heschel, 1984a, p. 170). Conocer en función del desconocimiento no debe equivalerse a dar prioridad a la ignorancia o contentarse con no saber, lo cual es más propio de la insensatez que de la mística. Conocer en el desconocimiento incluye, al menos, el conocimiento de nuestro desconocimiento y la apertura a una noción distinta. Comprender sin palabras, notar la luz en la oscuridad o asumir el ser en la nada podrían resultar cuestiones absurdas para quien el temor y la reverencia implícita resultan experiencias inconcebibles. En el desierto se encuentra el líquido más refrescante. Así, “lo que nosotros pensamos que se debe a un desorden mental puede ser causado por un orden espiritual superior” (Heschel, 1973c, 188). Lo último debe ser tomado con cautela: lejos de desacreditar la auténtica patología de los enfermos mentales, se advierte el trastorno (o diferencia de la normalidad) en la concepción que aporta el místico. En tal coyuntura, no hay problema en acepar que “Dios es el significado, más allá del absurdo” (Heschel, 1974, p. 39). Sin mantenernos en una actitud indiferente al mundo por permanecer contenidos en la contemplación de lo absoluto, la mística nos invita a la reiteración de lo absoluto en la simpleza de lo cotidiano, haciendo extraordinario lo ordinario. En la adopción del misterio y en conciencia de su inefabilidad se procede a una asunción responsable y pacífica de la muerte. Fallecer es el ofrecimiento rotundo que aguarda detrás del temor reverente. En una dimensión tan distintiva se absorbe la noción de que, a diferencia de la aspiración que busca poseer, “la perfección es renunciar” (Heschel, 1982, p. 298). Para Heschel, el sentido de la muerte consiste en “la ofrenda de uno mismo a lo divino” (p. 298). Si la existencia fue una gratuidad dirigida a un individuo particular, éste responde con la muerte. De tal modo, “para el hombre piadoso, morir es un privilegio” (p. 298), porque, a diferencia de lo que nunca existió, al menos puede sustraerse por haber sido alguna vez posesión de la existencia. El misterio último no se agota con la terminación de la vida, sino que se mantiene perpetuo a través de la muerte y en lo que continúa, viene o se refrenda a través de ella. Perspectiva ante otras religiones Es innecesario en este ámbito degustarse por la afición a discutir sobre cuál es la religión más precisa o verdadera; si la virtud de una persona se muestra con los hechos, entonces “el valor de una religión es el valor de los individuos que la viven” (Heschel, 1984a, p. 397). La virtud de cada persona se suma al valor de la religión de la que forman parte. En la mayoría de las religiones existen ejemplos significativos de figuras individuales que destacan por su entrega, compromiso o disposición. Según lo refería Heschel (1952), “hasta la propia Shejinab, Morada Divina, está en el destierro” (p. 79), de modo que vivir en la Tierra es una especie de desubicación del hábitat original, primario e inicial de nuestro ser. Que la Tierra sea el sitio de nuestro destierro podría parecer un juego de palabras, pero en realidad apunta a que existe otra instancia no material de la cual hemos brotado para coexistir en este espacio particular. Las religiones mantienen ideas similares, pero guardan distinciones en varias de sus directrices, concepciones y modalidades. Según Heshel, “hay muchos credos, más una sola fe universal” (1982, p. 168), de lo cual puede entreverse a contrapelo la idea de que existen aspectos comunes entre las religiones. Es probable que este aspecto compartido sea la visión de una existencia más allá de lo personal. Ahora bien, no hay manera de confiar en algo así sin recorrer un camino de fe; a su vez, no es preciso absolutizar la creencia, de modo que Heschel (p. 168) promueve como síntesis ideal “un mínimo de credo y un máximo de fe”. Resulta desechable la idea de que se debe convencer a las personas para que crean en una doctrina particular, sobre todo si no han desarrollado una filiación a lo transpersonal. El proselitismo resulta detestable para la visión judía, porque se sustenta en el supuesto de que la religión puede ser objeto de un mercadeo que convierte a los hombres de fe en simples creyentes que desempeñan un rol clientelar. Además, es oportuno que existan varias religiones porque cada una de éstas responde a situaciones culturales y a tradiciones que son difíciles de desarraigar de la idiosincrasia de un país. Por ello, Heschel (1987, p. 354) afirma que “si aún hay algunas sectas protestantes que se aferran a esta estúpida esperanza de proselitismo, yo diría que son ciegos, sordos y mudos, […] no creo que el mundo sería mejor si todos profesáramos la misma religión”. Partir de la aceptación de la diversidad es un buen comienzo para lograr el diálogo interreligioso y manifestar lealtad a lo humano. En su afán por manifestar la igualdad de las personas sin que deban ser menospreciadas por su religión, Heschel (1984a, p, 474) advirtió que “hasta Satán contiene una partícula de santidad”. En Dios en busca del hombre, el filósofo egresado de la Universidad de Berlín señala:
Esto abre la opción a que la fe sea un punto de partida para lo que los religiosos llaman santidad; empero, es notable en la frase de Heschel que no están considerados los que no se encuentren dedicados al Señor. La controversia está latente, a menos que ampliemos la perspectiva de lo que significa el Señor para Heschel. Obviamente se refiere a Dios, pero en otros textos ha renunciado a la propuesta de que Él (Eso) pueda ser significado de un modo particular, puesto que no está sujeto a representaciones. Si como Señor entendemos a la deidad, a la instancia transpersonal que está inmersa en todo lo que es, se podría incluir en la consideración de Heschel a los que no están adscritos a alguna religión pero que no dejan de ser individuos interesados en lo espiritual. Diálogo entre el judaísmo y el cristianismo en Heschel Cuestión distinta a la canonización de un texto es la distribución y adaptación de este a distintos contextos; tratándose del libro que nos ocupa, el mismo Heschel (1987, p. 275) reconoce que “fue la Iglesia la que hizo la Biblia hebrea accesible a la humanidad”. Puestas, así las cosas, el cristianismo y el judaísmo (o los cristianismos y los judaísmos) son responsables de la magnitud simbólica que la Biblia ha alcanzado en la humanidad; a pesar de ello, el origen de la Biblia, al menos lo que en el catolicismo se nominaliza como Antiguo Testamento, es evidentemente hebreo. Por encima de las diferencias, Heschel (1987) considera que “con el propósito de salvar el resplandor de la Biblia hebrea en la mente del hombre, judíos y cristianos tienen la obligación de trabajar juntos” (p. 264), sobre todo si se considera que “en nuestra época el antisemitismo es anticristianismo y el anticristianismo es antisemitismo” (p. 264). No obstante, también es claro que puede existir un antisemitismo de origen cristiano y un anticristianismo de origen semita. Consciente de estas diferencias, el rabino señala que “mientras los dogmas y las formas del culto son divergentes, Dios es el mismo. ¿Qué nos une? El compromiso con la Biblia hebrea como sagrada Escritura” (p. 271). Incluso a esta consideración puede escaparse el hecho de que un libro puede ser leído de distintas maneras y que las hermenéuticas derivadas logran ser muy dispares. Ante esta separación, Heschel (p. 274) asevera con presteza que “el cristiano debe comprender que un mundo sin Israel sería un mundo sin el Dios de Israel. El judío, por otro lado, debe reconocer el papel y el rol eminente del cristianismo en los propósitos de Dios respecto a la redención de todos los hombres”. Además, en unos de sus contados textos sobre cristianismo, Heschel (1968) invita a la actualización de éste a partir del retorno a la noción de lo divino que está presente en la tradición judía. Con cierta ironía señala la aparente superioridad implícita de una religión sobre otra al declarar que “el judaísmo es la madre de la fe cristiana” (Heschel, 1987, p. 274), para luego añadir “¿puede una madre ignorar a su hijo, aun a un hijo descarriado y rebelde?” (p. 275). Si bien en las líneas existe disposición por el diálogo, al menos de una de las partes, resulta notable que no existan sólidos lazos de actividad fraterna entre unos y otros, al menos no en la generalidad. Entre las diferencias esenciales entre cristianismo y judaísmo, Heschel (1984a, p. 463) señala que el primero “no adoptó la idea de mitsvá y […] no existe un equivalente exacto de la palabra en las lenguas occidentales”. La mitsvá [orden] se establece a partir de una serie de preceptos que deben cumplirse, pero éstos no garantizan la armonía, la cual se mantiene latente hasta que el hombre la descuida. El desdén hacia la disciplina judía, en aras de ofrecer mayor accesibilidad al credo católico, presupuso una diferencia y separación insuperables entre una y otra. Pese a las diferencias en la práctica, Heschel (1987, p. 162) denuncia que “los teólogos cristianos [creían que] demostraban la superioridad del cristianismo sobre el judaísmo y sobre la Torá, alegando que el cristianismo está arraigado en el alma del individuo, en tanto que el judaísmo, presuntamente inferior, no es más que una religión colectiva o social, y por lo tanto primitiva”. La vinculación histórica de ambas religiones ha generado una evidente división en sus posturas y comprensiones. No obstante, una de las mayores diferencias, considerada por Heschel como “un profundo abismo entre cristianos y judíos” (p. 276), reside en que los primeros consideran que Jesús es Dios y, además, le confieren el carácter de Mesías. Si a esto se adiciona la consideración de que algunos de los judíos del tiempo de Jesús decidieron la crucifixión del Dios de los cristianos, la animadversión se mantiene en algunos de los últimos. Aunado a ello, existe un claro interés de parte de la cristiandad hacia la conversión de los judíos, muchas veces, según lo refiere la historia ibérica (entre otras), a fuerza de la obligación o a costa de la muerte. Ante esto, Heschel apunta que:
La sola idea de alejarse de su fe no resulta agradable a ningún judío comprometido; en su cosmovisión, una parte de su filiación religiosa conlleva de manera integral su identidad como partícipe de una misión colectiva. Por ello, la intención cristiana de cristianizar a los judíos resulta deplorable para el rabino de Varsovia y señala que:
A su vez, el judaísmo ha sido juzgado de hermético ante la conversión solicitada por los que no vivieron el contexto de una formación familiar judía. No obstante, esta aparente falta de apertura permite que se consolide su identidad y que el valor de ser un pueblo no se deteriore al convertirse en una masa amorfa conformada por miembros poco comprometidos que fueron convencidos o forzados a la conversión a través del miedo o la imposición. Cuando los judíos niegan la divinidad de Jesús, tal como cuando la niega cualquier no cristiano, existe una especie de animadversión que se palpa en el trato, como si la elección por pensar diferente supusiera una falta de respeto; de inmediato estas almas nobles se proponen la conversión del falto de fe. En la perspectiva hescheliana:
Es evidente que no puede afirmarse la igualdad en la virtud de todos los miembros de alguna religión, de modo que no tendrían que ser juzgados a partir de la fama de su credo; si bien existen casos detestables, también existen individuos ejemplares cuya actitud y disposición les hubiera permitido sobresalir en cualquier religión que hubiesen recibido o elegido. En su ensayo sobre la democracia, Heschel (1987) escribió lo siguiente en relación a su vínculo con la Iglesia: “cuando el Concilio Ecuménico publicó una declaración expresando la esperanza de que los judíos se unieran eventualmente a la Iglesia, publiqué una réplica muy fuerte: Iría a Auschwitz antes que abandonar mi religión” (p. 354). En buena medida, la defensa de Heschel hacia sus creencias se ganó el respeto de los líderes religiosos de su tiempo. Tal como lo contempló Chester (2000), el rabino “ofreció una profunda contribución a las discusiones del Concilio Vaticano II, propiciando una declaración conciliar que representaría un cambio radical en la actitud oficial del catolicismo romano hacia el judaísmo y los judíos” (p. 59). Asimismo, muy elogiosa es la opinión de Fleischner (1984) en torno al involucramiento de Abraham Joshua con religiosos de otro credo: “Logró crear una relación con los líderes cristianos de una manera que pocos laicos o incluso líderes religiosos judíos hubieran hecho” (p. 51). Si bien el diálogo interreligioso fue posible en las ocasiones en las que se lo propuso, Heschel también manifiesta diversas ideas que podrían ser juzgadas como intolerantes en más de un canal de interpretación. En una ocasión manifestó que “la grande, vieja y sabia Iglesia de Roma se da cuenta de que la existencia de los judíos como judíos es tan santa y preciosa que la Iglesia se derrumbaría si los judíos dejasen de existir” (Heschel, 1974, p. 36); la última idea fue también utilizada de manera más global: “La iglesia se derrumbaría si el pueblo judío dejara de existir” (1987, p. 354). Esta aparente univocidad del poseedor de un ardiente espíritu jasídico queda manifiesta cuando estableció lo siguiente:
Con esto podría observarse una especie de amistad condicional de unos hacia otros. A pesar de que Heschel mantuvo relaciones de cordialidad, sobre todo con Paulo VI y otros líderes religiosos, Kaplan (1973) concluye que mostró un cierto radicalismo espiritual. Es fácil coincidir con la premisa anterior si se considera el señalamiento siguiente:
No obstante, es notable la separación conceptual que Heschel realiza entre el pueblo judío y el Estado de Israel, de modo que observaba las diferencias existentes, pero no demeritaba la responsabilidad de cada cual en su labor de testigos. Tal como puede observarse, la misión de los judíos en su estandarización de la Biblia no puede ser trasladada al cristianismo. El pueblo judío ha sido perseguido varias veces en nombre del mismo Dios proclamado en la Biblia hebrea. Consciente de que cada religión sigue a una representación de Dios y que Éste se encuentra por encima de ella, Heschel (1987) señaló que “nuestro Dios es también el Dios de nuestros enemigos, sin que ellos Lo conozcan y a pesar de que ellos Lo desafían” (p. 244). Lo anterior también podría ser dicho, al menos de forma retórica, por los líderes de todas las religiones. Más allá de la ingenua discusión por la jefatura de alguna religión sobre las otras, conviene rescatar que más que a un Dios particular al que se deba de guardar tributo, la consonancia central de los religiosos estriba en la consideración de una esencia superior que se encuentra más allá de la comprensión o de sus reglas. Si aludimos a esta noción, seguramente habría más coincidencias que enfrentamientos. Aun en consideración de lo anterior, sigue pululando la idea de que existen falsos dioses, cuando cualquier representación resulta falsa. En su obra más significativa, Heschel (1984a) estipula que “ser judío es renegar de los falsos dioses, ser sensible al infinito compromiso de Dios en toda situación finita, dar testimonio de Su presencia en las horas de Su ocultamiento, recordar que el mundo está irredento” (p. 533). Si en verdad radicalizamos esa idea podremos notar que el compromiso de un judío va más allá que el solo seguimiento a las opciones de Dios que le han sido indicadas; su misión le implica ser crítico con la configuración de la deidad que ha sido depositada desde su infancia en su mundo representacional. Esto abre la puerta a una posible judeidad en la que el anhelo por no distorsionar a Dios sea mayor que el deseo de poseerlo o ser de su preferencia. Probablemente sea esa la misión de un filósofo, o bien sea tal el punto en que la mística y el pensamiento se unen. Este paso, al menos en apariencia, no fue realizado por Abraham Joshua cuando concluye en tono triunfante la superioridad de los profetas hebreos: “¿En qué otro lugar pretendió una revelación ser la palabra y la verdad para todos los hombres? ¿O ser la voz de Quien creó los cielos y la tierra?” (Heschel, 1973c, p. 308). El vínculo entre Heschel y el cristianismo fue fortalecido en la idea de que el Dios de las escrituras también era considerado por los cristianos. Según Chester (2000), “la teología de Heschel era […] accesible a sus vecinos cristianos, que al menos comprendían las cuestiones teológicas que le preocupaban, incluso cuando no apreciaban la distinción de su teología específicamente judía” (p. 290). Eso aconteció a pesar de que el enfoque de Heschel es diferente del presentado por otros pensadores judíos modernos que muestran un interés muy particular con el cristianismo; no obstante, Heschel no solía hablar de Jesús ni de Pablo, no se enfoca en el Nuevo Testamento y, aunque los alude, no se centra del todo en los aspectos que corresponden al cuerpo doctrinal de la Iglesia. Por tanto, es de apreciar que varios de sus textos son leídos con entusiasmo por no judíos, lo cual resalta la conexión de la mística de Heschel con la apreciación espiritual de algunos cristianos o de personas sin credo. Centrado en el fondo más que en las formas, reconociendo que éstas son recordatorio de la sustancia religiosa más no su constitución, Heschel fue considerado un arquitecto y heraldo de una nueva teología (Rothschild, 1973); no obstante, para lograr centrarse en lo esencial y esquivar el resentimiento o las diferencias, debió ser hábil para no dejarse influir por la vergüenza y angustia que le generaba recordar la manera en que “una iglesia católica-romana que se hallaba al lado del campo de exterminio de Auschwitz pudo ofrecer la comunión a los oficiales del campo, a gente que día tras día conducía a miles de personas a la muerte en las cámaras de gas” (Heschel, 1987, p. 74). Diferencias y diálogo ante el islam y el budismo
Como es evidente, esto se encuentra a un solo paso de la intención de convertir a los descarriados. Si bien tendría que exigirse respeto entre los creyentes de distintas religiones, esto no significa que se nieguen las diferencias conceptuales o que se desee hacer de todos los credos una misma cosa. Tratar de unificar las religiones, pensando que todas están llamadas a una misma modalidad de ejercicio práctico es propio de quien no ha entendido correctamente el papel de cada una. Si bien hemos dicho que existe concordancia en el anhelo por lo transpersonal, no se concluye que esto suponga la oportunidad para erradicar las particularidades. En ese tenor, con relación al budismo y al islamismo, Heschel tenía claras algunas disonancias importantes. Por un lado, consideró que la lucha contra el deseo, por considerarlo un mal para el hombre, era un error por parte de los budistas. En su enfoque:
Otra disonancia entre el budismo y el judaísmo es la concepción de lo real. En palabras del teólogo judío, “en los Upanishads el mundo físico no tiene valor alguno -es irreal, una farsa, una ilusión, un sueño-, pero en la Biblia es una realidad, la creación de Dios” (Heschel, 1973a, p. 44). Visto así, resulta irreconciliable para el judío que el mundo, siendo creación de Dios, sea irreal; aceptar tal premisa supondría que Dios crea cosas ficticias para confundir al hombre. Corresponde al budismo explicar el origen del mundo irreal al que hace referencia, tal como es menester del judaísmo comprobar que el mundo real que alude no está supeditado a otra realidad que lo atraviese y delimite. Con relación al islamismo, otra de las grandes religiones monoteístas, Heschel encontró que la noción de Dios que está implícita en el Corán contrasta con la visión de un Dios afectado por el hombre y en continúa conexión emocional con él. En los términos del esposo de Sylvia Straus, “a pesar de toda la creencia en la misericordia divina, a Alá se lo considera esencialmente como una Omnipotencia ilimitada, Cuya voluntad es absoluta, no condicionada por nada que el hombre pueda hacer” (Heschel, 1973b, p. 151). Visto así, el Dios del Islam tiene más parecido con la noción de la deidad que muestran algunos filósofos clásicos que con la propuesta por el judaísmo. A pesar de que en ocasiones muestra una flagrante actitud unívoca, existe también una clara manifestación antiunivocista en Heschel: “¿No es blasfemo decir: Sólo yo poseo toda la verdad y toda la gracia, y todos aquellos que disienten viven en la oscuridad y han sido abandonados por la gracia de Dios?” (1987, p. 276). Por otro lado, si bien Heschel (1987) argumenta que “los judíos no sostienen que los senderos de la Torá son la única forma de servir a Dios” (p. 283), en otro de sus escritos afirma que la eternidad sólo se alcanza “dedicando la vida a la palabra de Dios y al estudio de la Torá” (1984b, p. 162). Podemos pensar que lo segundo lo atribuye por la cosmovisión implícita en la vivencia religiosa de los judíos y que no tendría que aplicarse como regla universal, sobre todo considerando que éstos no realizan labores de proselitismo para conducir a la adhesión de su fe. También es notable cuando Heschel (1987) afirma que “Dios se encuentra en muchos corazones a través de todo el mundo. No está limitado a una nación o a un pueblo o a una religión” (p. 345). No resulta sencillo que una persona comprometida con su religión conciba que existan otras alternativas o caminos para llegar a un mismo fin, sobre todo si en el seguimiento de la propia senda existe una vinculación afectiva e íntimamente colectiva. Es por esto por lo que cabe hacer la pregunta que Heschel se hizo para sí mismo: “¿Cómo combinar la lealtad hacia la propia tradición con el respeto por tradiciones diferentes?” (p. 273). En este caso, cuando el rabino habla de tradición supera la esfera de la religiosidad, de modo que la frase también aplica como pauta de convivencia y superación de la exclusión en ámbitos no religiosos. Una de las respuestas de Heschel a la controversia sobre la combinación de fidelidad a lo propio y respeto a lo ajeno es lo que él llamó inter-fe. Como es lógico esperar, un requisito fundamental para lograr la inter-fe es la fe, sólo de esa manera se logrará consolidar la idea de que “ninguna religión es una isla” (1991). En la opinión de Chester (2000), “el propósito de la inter-fe no es sincrético y no pretende reducir tradiciones diferentes a un denominador común más bajo. En cambio, el proceso interreligioso exige humildad y un sentido de reverencia en ambos lados” (p. 332). Esto significa que el diálogo interreligioso tendría que partir de una actitud religiosa. En el estricto sentido de esta afirmación se admitiría que quedan relegados aquellos que no tienen fe; es decir, la inter-fe no podría ser lograda por quien no tenga fe o por quien no es capaz de dialogar con religiones a las que no pertenece porque no es parte de ninguna. No obstante, pensar así no es del todo correcto: incluso alguien que no está afiliado a alguna religión puede dialogar con los religiosos, siempre y cuando tenga disposición a comprender el punto de partida transpersonal que sustenta originalmente a las religiones. Si bien la inter-fe es oportuna, conviene considerar la importancia de cierta noción de lo transpersonal para poder comprender, aun sin religiosidad institucional, la religación a la que el hombre está llamado o la que puede lograr aun sin que alguien lo llame. El diálogo interreligioso que está presente en Heschel es referido por Merkle (1986) mediante un artículo que alude su capacidad de apertura y su disposición a la escucha. Sin duda, la fraternidad entre Heschel y Luther King es uno de los ejemplos más nombrados de cordialidad y amistad interreligiosa. Sin embargo, “Heschel, como muchos escritores judíos multilingües de su época y anteriores, […] era muy consciente de que podía y no podía ser escuchado e internalizado en diferentes audiencias” (Ramon, 2010, p. 35) por su investidura religiosa. En ese sentido, es ocioso que se asocie a toda religión y a todos los religiosos con actos de perversión, oportunismo, manipulación, abuso de autoridad o control de la conciencia. En sus libros, lejos de conducir al lector a creer una cosa u otra, Heschel realiza descripciones o aporta reflexiones personales. Este panorama de respeto planteado en sus obras podría ser referido como un diálogo abierto cuya intención es compartir sin pretensión proselitista; es obvio que intenta argumentar su punto de vista y que se interesa en ser preciso, pero esto no incluye un afán por convencer o manipular a quien lee. Esta perspectiva de modernización de la religión judía (Breslauer, 1974) podría facultarla a establecer no sólo nexos con los miembros de religiones diferentes, sino con los líderes de otros ámbitos del desempeño humano. Tal como “parecería ser la voluntad de Dios que haya más de una religión” (Heschel, 1987, p. 354), también lo es que existan quienes no manifiestan interés en su consideración. La idea de que Dios precede con su anuencia la diversidad de religiones es un tema que ha sido estudiado (Baccarini, 1994) como uno de los aportes del pensamiento de Heschel. No obstante, los enfrentamientos bélicos y las agresiones físicas o verbales siguen emergiendo en el mundo a partir de distintas disputas de orden religioso. Es oportuno, por lealtad a la sociedad, establecer nexos óptimos y sanos, menos interesados en el sometimiento y más en el compartir perspectivas, pues esto es el principio no sólo del diálogo interreligioso, sino del intercambio eidético en general. Heschel (1984a) consideraba que:
del mismo modo, tal como para toda persona pensante resulta fundamental abrirse al encuentro con otros paradigmas y estructuras hermenéuticas, no debería ofrecer su libertad y su criterio debido a ninguna imposición. En la medida en que las religiones sean leales a lo humano, respetando y promoviendo la elección que corresponde a cada individuo, serán más leales a su Dios; en la proporción en que la ciencia y la filosofía comprendan el sustento transpersonal de la religión, serán más aptas para comprender el misterio que trasciende todo saber humano. Conclusiones El diálogo interreligioso comienza y se condiciona a partir de la perspectiva con la que se juzgue a las religiones. El valor de la religión estriba en ser una salvaguarda para mantener el nexo con lo transpersonal durante el lapso que se mantiene el exilio humano en la Tierra. Cuando se asume la realidad de esta noción existe un traslado del credo hacia la fe, siendo ésta una de las pautas que facultan la acción comprometida. Según lo refiere Heschel, la Biblia constituye el aporte hebreo al mundo. De esto se desprende su vinculación con el cristianismo, a pesar de sus diferencias y de la intención cristiana de convertir a los judíos. Es cierto que existen espasmos en los que Heschel muestra una postura unívoca en su teocentrismo, pero aun así fue capaz de vincularse con los líderes cristianos de su tiempo. Si bien promovió la promoción de la convergencia entre las religiones, admitiendo que éstas no son islas, también reconoció los contrastes del judaísmo con el cristianismo, el budismo y el islamismo. Así, en el reconocimiento de las diferencias inicia la oportunidad para el diálogo interreligioso e, incluso, para la comunicación y el mutuo beneficio con los ámbitos no religiosos. Es labor del pensamiento filosófico descubrir la esencialidad de la religión, al punto en que, sin comprometer el rigor del pensamiento ni la libertad intelectual, la racionalidad complemente a la fe y se permita abrir su perspectiva para ser complementada mediante el asombro.
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Universidad de Guadalajara Departamento de Filosofía / Departamento de Letras |
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