Entre lo posible y lo real. El arte autónomo como horizonte utópico.

Between the Possible and the Real: Autonomous Art as a Utopian Horizon.

 
Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional DOI: 10.32870/sincronia.axxix.n88.1.25b  
  Marco Giusto
Universidad de Guadalajara
(MÉXICO)
CE: ignacioesro@gmail.com
https://orcid.org/0009-0001-3214-6675


       
            Recepción: 03/01/2025 Revisión: 20/02/2025 Aprobación: 21/03/2025  
         

Resumen.
El presente estudio explora el concepto de autonomía en el arte y su función crítica frente a la lógica mercantil del capitalismo. El objetivo es mostrar cómo, a través de la autonomía artística, emerge el indicio de utopía: una proyección hacia lo-que-podría-ser, que abre un horizonte de crítica y transformación. A partir de los planteamientos de Kant, Adorno y Bloch, se argumenta que la autonomía del arte no solo se opone a la mercantilización, sino que también configura un espacio de resistencia activa frente a las estructuras de poder dominantes. Este análisis se sustenta en la tradición de la teoría crítica, cuya interacción teórica entre estos pensadores permite comprender cómo la autonomía del arte impulsa una visión transformadora de la cultura.

Palabras clave: Autonomía. Arte. Teoría Crítica. Utopía.

Abstract.
TThis study examines the concept of autonomy in art and its critical function against the commodifying logic of capitalism. It demonstrates how artistic autonomy generates a glimpse of utopia —a projection of what-could-be— that opens a horizon for critique and transformation. Drawing on the ideas of Kant, Adorno, and Bloch, it argues that artistic autonomy resists commodification and establishes a space of active resistance against dominant power structures. This analysis is grounded in the tradition of critical theory, where the theoretical interaction between these thinkers elucidates how artistic autonomy fosters a transformative vision of culture.

Keywords: Autonomy. Art. Critical Theory. Utopia.

 
 

Cómo citar este artículo (APA):

En párrafo:
(Giusto, 2024, p. __)

En lista de referencias:
Giusto, M. (2024). Entre lo posible y lo real. El arte autónomo como horizonte utópico. Revista Sincronía. XXIX(88). 03-18 DOI: 10.32870/sincronia.axxix.n88.1.25b

   
 
 

El concepto de autonomía, ampliamente analizado en los campos de la política y la ética, adquiere una dimensión particular en el pensamiento de Immanuel Kant, especialmente en obras como Crítica de la razón práctica (1975). Este estudio examina cómo la autonomía, más allá de sus raíces éticas y políticas, se convierte en una herramienta esencial para comprender la actividad crítica y transformadora del arte en el contexto contemporáneo, especialmente frente a la lógica consumista del capitalismo en la cultura actual. Se argumenta que el concepto kantiano de autonomía, concebido originalmente como un principio moral, se vincula con la noción de utopía en el ámbito artístico. Se propone que la autonomía artística no solo resiste a la mercantilización cultural, sino que constituye un espacio de resistencia y crítica activa frente a las imposiciones capitalistas. En tanto acto autónomo, el arte se configura como una manifestación que ofrece una alternativa a lo establecido, señalando una utopía potencial: una posibilidad de transformación que, aunque inalcanzable en su totalidad, orienta la imaginación crítica hacia futuros alternativos.

En este sentido, el arte autónomo puede entenderse como un indicio de utopía, un impulso transformador que se proyecta hacia lo ausente, abriendo un horizonte de crítica y cambio. Esta perspectiva indica cómo el arte, en su independencia, ofrece una proyección constante de lo que podría ser, sin nunca llegar a una resolución final. A lo largo del artículo, se profundiza en las interrelaciones entre los conceptos de autonomía y utopía, trazando un recorrido filosófico que abarca desde la ética kantiana hasta las interpretaciones de Theodor Adorno y Ernst Bloch. En particular, estos conceptos se abordan en obras como Teoría estética (2004) del primer autor, y en El principio esperanza (2004) del segundo, donde el significado de utopía se desarrolla ampliamente. En este marco, se examina cómo estos pensadores amplían y redefinen dichos conceptos, otorgándoles una función crítica frente a la homogeneización cultural promovida por el capitalismo.

El método utilizado combina una lectura filosófica crítica y comparativa de los textos clave de Kant, Horkheimer, Adorno y Bloch. Este enfoque integra conceptos de teoría crítica con un análisis de las implicaciones sociales del arte en la era de la industria cultural. El marco teórico se fundamenta en la tradición adorniana, cuya crítica radical de la sociedad capitalista destaca el papel del arte como un espacio alternativo frente a la lógica mercantil.

La historia del término autonomía, particularmente en la filosofía, revela que antes de Kant, este concepto estaba mayormente circunscrito al ámbito político. Con Kant, la autonomía adquiere un papel central en la terminología ética, permitiendo vincularla con la noción de utopía y estableciendo así una conexión clave que influirá en las discusiones filosóficas posteriores. En la filosofía de Kant, la autonomía de la voluntad tiene base en la razón, entendida como la capacidad de actuar independientemente del deseo o del objeto de deseo. Para Kant, la voluntad es independiente del mundo empírico: es una facultad a priori, guiada por la razón, que establece en el propio sujeto su propia ley conforme a principios racionales (Abbagnano, 1963).

De esta forma, Kant entiende la autonomía —en el dominio ético— como la capacidad del ser humano para autorregularse, es decir, para establecer y seguir una ley moral interna, guiada por sus principios racionales. Etimológicamente, el término combina las raíces griegas autós (por sí mismo) y nómos (ley), refiriéndose a la facultad de un individuo para darse a sí mismo una normativa sin depender de influencias externas ni de imposiciones ajenas. Es importante recordar que la voluntad es el motor fundamental del actuar humano, y su funcionamiento no depende de objetos externos, sino que se fundamenta en una pulsión autónoma interna al sujeto, tal como Kant lo expone en su Crítica de la razón práctica (1975). Por ello, la autonomía es condición necesaria para la acción moral orientada al bien (Gute), surgiendo intrínsecamente de una voluntad que se entiende como libre.[1]

Por el contrario, la heteronomía, definida como la imposición de una ley externa, invalida la moralidad de una acción, pues esta proviene de la obediencia a una normativa a la que el sujeto no puede oponerse. En su Crítica de la razón práctica, Kant postula la existencia de Dios y la eternidad del alma como requisitos para alcanzar el Bien Supremo que conduce a la felicidad (1975). Aunque Kant establece una relación entre los conceptos de bien y felicidad, no establece una relación causal entre estos conceptos ni considera la felicidad como una recompensa del actuar moralmente correcto.

En este contexto, la realización del Sumo Bien, entendido como la plena libertad, permite acceder al mundo nouménico, un ámbito inaccesible para la razón teórica pura. De este modo, el mundo nouménico, concebido como una ou-topia —un “no-lugar”—[2] es pensable únicamente en términos negativos. En palabras de Kant “[...] debe admitirse la existencia de los noúmenos en este sentido meramente negativo [...]” (2018, p. 204).

A continuación, propongo una reinterpretación del origen del término utopía, entendida como una combinación de las raíces eu- (bueno) y -topos (lugar), acompañadas del sufijo -ía, proviene del latín. La raíz eu- denota bondad y se transforma en ev- en latín, de donde deriva también evangelium, es decir, “el buen anuncio”. De manera similar, la palabra bonus tiene su origen en el término más antiguo duonus, en el cual la consonante oclusiva d fue sustituida por la oclusiva b. A su vez, duonus se remonta a la raíz sánscrita dve-, que significa “feliz” y deriva de div-, cuyo significado está asociado con “brillo” o “esplendor”, dando origen al concepto de lo divino.

En este sentido, el lugar kantiano —el reino del alma eterna— se presenta como el ámbito en el que el ser humano moral alcanza la felicidad y se aproxima al concepto de noúmeno. Este lugar, entendido como un no-lugar desde la perspectiva de la razón, también constituye al ámbito de Dios, cuya existencia se postula como condición necesaria para la realización de la felicidad. Así, las dos interpretaciones, lejos de ser contradictorias, se equivalen desde la perspectiva kantiana.

Kant, en el capítulo segundo de su Crítica de la razón práctica, reflexiona sobre el término bonus, que en alemán puede ser expresado como Gute o Wohl. Según el filósofo “[w]ohl o [ü]bel [mal] significan siempre y sólo una relación con nuestro estado de agrado o desagrado”, y continúa “[e]l bien (Gute) o el mal (Böse) empero significa siempre una relación con la voluntad” (1975, p. 91). Aunque este tema no será abordado en profundidad aquí, cabe destacar que, en Kant, la felicidad, lejos de ser el fin último de la acción moral, es más bien una compensación intrínseca al actuar moralmente. Esta felicidad se encuentra, de algún modo, vinculada al logro del supremo bien (das höchste Gut o summum Bonum), pero este bien no tiene cabida en el ámbito real de la vida mortal, a diferencia de Ernest Bloch, quien traslada este horizonte utópico a un plano histórico, como exploraremos más adelante.

En consecuencia, surge la necesidad de postular otro mundo, tal como se define en los postulados kantianos, el cual, sin embargo, solo es accesible desde este mundo. Como señala Kant “[l]a ley moral condujo […] a la necesaria integridad de la primera y más principal parte del bien supremo, la moralidad, y, cómo ese problema sólo puede ser resuelto completamente en una eternidad, al postulado de inmortalidad” (1975, p. 174).

En la ética kantiana, como señala Ernest Bloch, el campo de acción del futuro se presenta como un horizonte abierto. Lo que en Kant posee una valencia metafísica, en Bloch adquiere un carácter dialéctico: la utopía no se concibe como un fin trascendental, sino como un proceso intrínsecamente ligado a la transformación de la realidad material y social (Rampini, 2018). Así, se distinguen dos planos: uno corresponde a lo que se encuentra en los postulados kantianos, que establece un marco normativo para la acción moral; y el otro se refiere al presente, en el cual la tendencia infinita hacia la moralidad está en constante encaminamiento. Este presente, aunque no plenamente realizado, contiene en sí la potencia de su propia realización. En este sentido, Kant señala que “la razón pura, si fuese acompañada por la facultad física adecuada a ella, produciría el bien supremo […]” (1975, p. 68). Entonces, el presente, aunque marcado por las limitaciones humanas, alberga en sí mismo la posibilidad de alcanzar el supremo bien, lo cual se proyecta como una tarea hacia el futuro, en un continuo proceso de realización ética.

Como se ha mencionado previamente, para Kant, la acción verdaderamente moral se origina en una voluntad pura, entendida como una voluntad racional. Esta acción moral, al no depender de incentivos externos, surge como consecuencia del ejercicio autónomo de la razón. En este sentido, la razón, que Kant concibe como una propiedad esencialmente humana, es la causa última de la acción moral. La libertad, entonces, constituye el fundamento de dicha acción, ya que solo mediante la libertad el ser humano es capaz de actuar de acuerdo con principios racionales y universales, en lugar de ceder ante impulsos heterónomos o contingentes.

De manera similar a Kant, Aristóteles consideraba que los seres capaces de actuar racionalmente, al moderar sus deseos irracionales, son igualmente autónomos. Para él, la autonomía se vincula a la capacidad de ejercer la razón para dominar las pasiones y guiar la acción moral, entendida como un equilibrio entre los extremos. Por lo tanto, la verdadera libertad y moralidad surgen del ejercicio consciente y racional de la voluntad, que permite a los individuos orientarse hacia el bien. En definitiva, lo expuesto sugiere que las acciones morales deben ser razonables, pues se derivan de una voluntad autónoma y están fundamentadas en principios racionales que buscan el bien. Este enfoque plantea la pregunta central: ¿qué entendemos, entonces, por razonable en el contexto de la acción moral?

Horkheimer, en Crítica de la razón instrumental (1973), señala que el “hombre común”, si se le pidiera una respuesta, probablemente asociaría lo razonable con lo útil, sosteniendo que las personas racionales deberían identificar aquello que les resulta beneficioso o ventajoso (pp. 9-10). Según Horkheimer existen dos tipos de razón: una subjetiva, que, cercana a la percepción del hombre medio, se orienta hacia la relación entre fines y medios, es decir, la adecuación de los métodos empleados para alcanzar los objetivos; y una objetiva, que organiza jerárquicamente los seres vivientes y los objetos, subordinando las razones individuales a su capacidad de armonizarse con el todo, una concepción a la que recurren los grandes filósofos del pasado (pp. 9-10). Sin embargo, en el mundo moderno ha desaparecido la capacidad de formular una verdad objetiva entendida como una fuerza benéfica para la totalidad, especialmente en las sociedades occidentales. En su lugar, la razón se ha reducido a una realidad subjetiva, a menudo marcada por el egoísmo. En este contexto, el vacío dejado por la pérdida de objetividad ha sido llenado oportunistamente por las opiniones públicas que actúan como fuerzas objetivantes.

Hasta este punto, hemos analizado cómo la autonomía se constituye como la condición fundamental para generar el bien, y cómo este bien, específicamente el Sumo Bien kantiano, se encuentra vinculado al concepto del no-ser-todavía, es decir, al ámbito de lo utópico.

El concepto de autonomía, al trasladarse a la esfera del arte, permite reconfigurar la relación entre los términos autonomía y utopía desde una perspectiva estética. En este contexto, la autonomía en el arte no solo se refiere a la libertad de creación, sino también a la capacidad de representar realidades no concretadas, es decir, mundos posibles que, aunque no existen en el presente, se proyectan hacia el futuro. Así, el arte, en tanto autónomo, se convierte en un espacio donde confluyen la libertad creativa y la aspiración utópica.

Durante el proceso de racionalización de la sociedad occidental, la humanidad, al alejarse de la búsqueda de una razón objetiva, perdió la capacidad de orientar su acción hacia el bienestar colectivo. Esta transformación, promovida por las sociedades capitalistas, consolidó una razón instrumental que prioriza el dominio de la naturaleza y la eficiencia técnica sobre cualquier propósito humanista, como analizan Adorno y Horkheimer en La dialéctica de la ilustración (2018). Esta lógica instrumental, al reducir todo a su funcionalidad económica, no solo afecta la relación entre los seres humanos y la naturaleza, sino que también transforma profundamente el lugar del arte en la sociedad. Bajo esta dinámica, el arte, antes considerado un medio de expresión y reflexión crítica, queda subsumido por la lógica del mercado, comprometiendo su autonomía y capacidad crítica. Es aquí donde la resistencia del arte autónomo cobra relevancia, oponiéndose a la cooptación capitalista al preservar un espacio de imaginación y crítica frente a las imposiciones utilitaristas. Este cambio de paradigma confrontó uno de los significados más relevantes de la felicidad para los antiguos: el acceso al saber general, considerado hasta hace algunas décadas como un valor positivo. En la sociedad contemporánea, sin embargo, la esfera del saber se ha fragmentado: por un lado, el saber técnico y utilitario, valorado por su funcionalidad; y por otro, un saber desvinculado de la utilidad, que ahora podría ser visto como una actitud lasciva e incluso inmoral por su falta de productividad. La cultura, en términos generales, encuentra un espacio restringido en este ámbito, donde todo es sometido al juicio de la eficiencia del proceso, en función del cumplimiento de los fines propuestos, cuyos valores están calculados sobre una base utilitaria.

Aunque la crítica a la modernidad de Adorno y Horkheimer, que denuncia los límites de la razón instrumental, sigue teniendo una resonancia significativa, autores como Jürgen Habermas han buscado superar este pesimismo. Habermas propone su teoría de la acción comunicativa como una alternativa que orienta la razón hacia fines emancipatorios, superando así el oscurantismo inherente a la visión negativa de la modernidad (Sánchez Félix, 2024).

En el ámbito del arte, especialmente en la música, se evidencia una creciente separación entre el arte y la sociedad. Antes del siglo XIX, el arte formaba parte integral de la vida social, desempeñando un papel directamente vinculado a la comunidad. No obstante, a lo largo de ese siglo, esta relación comenzó a transformarse. Aunque algunas familias burguesas seguían cultivando el arte por pasión y recursos, este empezó a ser cada vez más influido por los procesos de producción y consumo de la sociedad capitalista (Adorno, 2011). Con la eliminación de esta esfera, que aunque en su mayoría privada cumplía una función social inmediata, la música (y el arte en general) se vio sometida a la lógica impuesta por el proceso de producción del sistema capitalista. Este escenario conduce a la mercantilización del resultado artístico, siendo la mercantilización el intermediario entre el sistema de producción y el de distribución y en fin del consumo del objeto artístico. Al ingresar en esta esfera, la música se objetiviza y se somete al mismo proceso de racionalización que caracteriza la producción de otras mercancías. En Sobre la situación social de la música,[3] Adorno señala que “[a]hora, sin embargo, la música racionalizada es víctima de los mismos peligros que la sociedad racionalizada” (p. 763). Según el filósofo alemán, la música que escapa al proceso de mercantilización pierde su “responsabilidad social” (p. 763). Además, la falta de conciencia sobre las dimensiones sociales y económicas del sector musical, particularmente por parte de los compositores, ha dado lugar a una autoculpabilización respecto a la distancia que los separa de la sociedad; no obstante, rara vez se reconoce que es la propia sociedad, en deuda con la cultura, la que debería reconocer los profundos cambios que el gran arte propone. Solo así podría accederse al arte autónomo, que a menudo se presenta como inaccesible o desvinculado de los procesos convencionales de producción y consumo; o, al menos, esta podría ser una alternativa.

En Filosofía de la nueva música, Adorno afirma que “[d]esde mediados del siglo XIX la gran música se ha divorciado completamente del consumo” (2003, p. 17); aunque también es cierto que el arte autónomo no puede escapar completamente de la influencia del capitalismo. Este, no obstante, actúa como una forma de resistencia, manifestándose en la capacidad del arte para mantener un espacio crítico fuera de la lógica de mercado. En consecuencia, la gran música, al ser autónoma respecto de las normas de consumo cultural, desarrolla características antagónicas que describen las incongruencias de la sociedad capitalista. Sin embargo, en tanto autónoma, se divorcia de la sociedad, ya que deja de cumplir una función directamente vinculada a ella, para no ser mediada por las leyes de la industria cultural. Su función social, en caso de que la posea, se limitaría a la de cualquier otra mercancía. En este sentido, Max Paddison, al interpretar a Adorno, señala que:

[...] la música autónoma, desde el principio de la época burguesa, fue aislada de la sociedad [...]. Su autonomía ha permitido a la música desarrollarse separadamente de la sociedad, reflejando su antagonismo, y al mismo tiempo divergir de ella, desarrollando una dinámica independiente por su propia cuenta[4] (Paddison, 1993, p. 98).

Paddison añade: “[c]omo resultado de su status de autonomía, la música ya no posee una función en la sociedad ni sirve necesidades directas (i.e. inmediatas)”[5] (p. 93).

Previamente, se exploraron los orígenes de la separación entre el arte serio y la sociedad, retomando la argumentación de Adorno sobre la distinción entre la producción musical, el músico y la limitada esfera privada del mecenas. En este contexto resulta pertinente reflexionar sobre el sujeto en cuestión: el artista. ¿Cómo puede comprenderse el rol particular del artista como intruso en un mundo capitalista, donde la industria cultural parece haber integrado y conciliado la producción artística con la lógica de la mercantilización? En este sentido, Jacques Attali ofrece una respuesta esclarecedora, como se aprecia en el siguiente fragmento:

Así pues, los trabajadores productivos creadores de dinero son los intérpretes, así como los que han producido los instrumentos y las partituras. El compositor, por su parte, cuando recibe derechos de autor sobre la obra vendida y representada, queda extrañamente exterior a la riqueza que él implica porque, artesano independiente, está fuera del modo de producción capitalista. Por lo tanto, el buen sentido conduce a reconocer que él participa en la producción de riquezas, indirectamente,[6] [...] por eso mismo, el trabajo del compositor no es, en sí mismo, trabajo productivo, creador de riqueza comercial. Está así, fuera del capitalismo, en el origen de su expansión, salvo si es, él también, un asalariado que vende su trabajo a los capitalistas (como es el caso a veces de los músicos cinematográficos). En general, remunerado con una parte del plusvalor obtenida de la venta del objeto comercial (partitura) y de su uso (la representación), es reproducido en cada ejemplar y, en cada representación, gracias a la legislación sobre derechos de autor. Su remuneración se asimila entonces a una renta. [...] Esta situación no es inocente. Es incluso esencial para comprender la originalidad de la música, al mismo tiempo que su carácter profético en las imitaciones económicas (1995, pp. 62-63).

Así, al artista le corresponde un papel situado en los márgenes de la sociedad productiva; por definición, él o ella es un sujeto antagónico dentro del sistema. En este contexto, la gran música —aquella que sin aislarse en un ideal peligroso, débil y ahistórico del arte por el arte— desempeña un papel en la dialéctica con la sociedad, aunque este rol se defina de manera negativa. “Que el arte sea, por un lado, un producto del trabajo social del espíritu, un fait social, se vuelve explícito cuando el arte se aburguesa” (Adorno, 2004, p. 298), señala Adorno, y continúa:

[...] pero el arte no es social ni sólo por el modo de su producción [...] ni por el origen de su contenido social. Más bien, el arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esta posición no la adopta hasta que es autónomo (2004, p. 298).

La negación de la sociedad burguesa por parte del arte autónomo se manifiesta en la propia obra, que, al rechazar convertirse en mercancía, se declara socialmente no-funcional, es decir, desprovista de utilidad; “lo social en el arte es su movimiento inmanente contra la sociedad, no toma de posición manifiesta” (p. 300). De este modo, la relación social esencial del arte se refleja en sus contenidos, los cuales, aunque comunes a la sociedad, no derivan de su pertenencia a ella, sino de su capacidad de contraponerse a ella. El arte que se ajusta a la sociedad se convierte en arte mercantilizado, un fetiche que, aunque superficialmente arte, lo niega en su esencia.

Hasta aquí se ha definido la autonomía como la capacidad de un agente para establecer sus propias leyes. En el arte, esta autonomía se relaciona con su resistencia frente las leyes heterónomas de la sociedad. Sin embargo, el arte también posee un contenido social inmanente. El verdadero contenido de una obra de arte reside en el equilibrio entre no ser un fin en sí misma —un arte por el arte— y no convertirse en una mercancía al servicio de fines comerciales. Lo crucial en este punto es comprender que: (1) la autonomía permite definir el carácter antagónico del arte; (2) en virtud de su naturaleza antagónica, el arte no se disocia completamente del mundo, ya que su antagonismo hacia la sociedad constituye una condición necesaria para su existencia; y (3) que el arte, al ser antagónico, rechaza una condición real y vigente, estableciendo a través de su presencia, la posibilidad de una condición alternativa.

La autonomía del arte no implica una ruptura total con la sociedad, sino una actitud antagónica constante que abre espacio a lo posible. Esto se vincula con la reflexión de Adorno sobre lo nuevo y la utopía:

Lo nuevo es el anhelo de lo nuevo, pero apenas lo nuevo mismo: de esto adolece todo lo nuevo. Lo que se siente a sí mismo como utopía es algo negativo frente a lo existente, y está sometido a lo existente. De las antinomias de hoy, es central la de que el arte tiene que ser y quiere ser utopía, y tanto más decididamente cuanto más el nexo funcional real obstaculiza la utopía; pero que no debe ser utopía si no quiere traicionar a la utopía en la apariencia y el consuelo. Si se cumpliera la utopía del arte, habría llegado el final temporal del arte (p. 50).

De lo citado se desprende que, si lo nuevo se concibe únicamente como una meta que, al alcanzarse, pierde su carácter esencial, entonces el movimiento hacia lo nuevo no puede considerarse un impulso hacia una estación final. En este sentido, la postura negativa del arte autónomo implica el recuerdo de algo que trasciende lo existente, algo que no pertenece a este mundo ni al arte mismo. De ser alcanzado, ese algo representaría el fin del arte en cuanto fenómeno humano, pues su razón de ser radica precisamente en su capacidad de trascender lo dado.

En términos filosóficos, esta concepción del arte como un proceso inacabado se relaciona con la noción de lo incompleto o lo inconcluso en la historia de la filosofía, donde el pasado no es un hecho cerrado, sino que permanece abierto a nuevas interpretaciones y transformaciones. Al igual que la historia para Benjamin (2008),[7] el arte autónomo no persigue un fin definitivo; más bien, se entiende como un proceso dinámico que conecta lo dado con lo por venir, siempre en estado de potencialidad. Así, el arte autónomo representa, más que un destino alcanzado, una dialéctica entre lo dado y lo por venir, entre lo existente y lo posible.

En este contexto, Adorno, con un matiz pesimista respecto al futuro del arte, se aproxima a la postura de Ernest Bloch, quien concibe la utopía como una fuerza movilizadora hacia un mundo mejor, una utopía positiva que impulsa al ser humano hacia su realización. Según Bloch, el arte posee la particularidad de generar utopías de carácter positivo. En El principio esperanza escribe: “[y] así se nos muestra el arte entero lleno de manifestaciones impulsadas hacia símbolos de perfección, hacia un fin esencial utópico” (2004, p. 38); además, señala que “[e]l sueño diurno, como estadio preliminar del arte, tiende, por eso, tanto más claramente al perfeccionamiento del mundo” (p. 126).

Ontológicamente, Bloch identifica esta utopía con el no-ser-todavía, un estado de potencialidad en devnir que apunta a una realidad aún no presente. La función positiva de la utopía reside en su capacidad para proyectar lo ausente como algo momentáneo, pero con un poder transformador hacia el futuro. La utopía, lejos de constituir un concepto estático o idealista, se presenta en la obra de Bloch como una fuerza crítica. En este sentido, la dinámica del no-ser-todavía puede interpretarse como análoga a la voluntad kantiana, que, en su dimensión práctica, guía la acción humana hacia aquello que aún no.

Regresando a la reflexión de Adorno y, para concluir, se propone una interpretación del término utopía. En primer lugar, se redefine como un indicio de utopía; este indicio, inherente al arte y al deber ser, es por naturaleza incompleto, dado que el arte no agota su existencia en sí mismo. El arte actúa como un indicio porque, en lugar de revelar una realidad utópica plena, sugiere la posibilidad de otro mundo. En términos blochianos, el arte comunica que otro mundo es posible, abriendo la puerta a la esperanza de lo aún no realizado. Como se ha mencionado anteriormente, este concepto de utopía no debe entenderse como un ideal inalcanzable, sino como un horizonte hacia el cual el arte señala sin jamás alcanzarlo plenamente. Su presencia no es el lugar feliz, sino su indicio: la utopía es precisamente este lugar feliz, el arte la promesa de su posibilidad.

Se ha mostrado que el gran arte se caracteriza por su autonomía, pero se ha subrayado también que esta no implica arte por el arte. El gran arte se encuentra, en cambio, en un equilibrio delicado entre la no-mercancía y la no-pura-abstracción; no se reduce a ninguna de estas dos condiciones, sino que se configura en un campo trascendental donde la autonomía no significa una separación absoluta del mundo social, ni una sumisión a la lógica mercantil. La negación de esta autonomía se evidencia en la industria cultural, característica del sistema capitalista, donde el arte habita únicamente como un residente temporal. A pesar de esta resistencia, el sistema de producción y reproducción capitalista, en su afán de perpetuarse, tiende a absorber todo, transformándolo en mercancía o en un objeto funcional al mercado.

En este contraste —que se presenta como una aporía—,[8] la relación entre el arte y el mundo capitalista se configura como una contradicción indisoluble. Sin embargo, de esta aporía surge un elemento de superación, que no debe interpretarse como reconciliación, ya que no apunta a una realidad positiva. En cambio, emerge precisamente desde la contradicción misma. Así, la superación que emana del arte autónomo, al negarse a ser absorbido por la industria cultural, es, por supuesto, la utopía, o más precisamente, su indicio: la promesa de algo que aún no es, el no-ser-todavía contenido en el ser. Es un futuro que solo el gran arte puede señalar, pero no realizar. No obstante, su poder incita a la acción, es decir, al cambio. El arte señala la utopía como un horizonte: una visión continua que impulsa la transformación.

A lo largo del análisis, se ha destacado cómo la autonomía del arte funciona como un espacio de resistencia crítica frente a las dinámicas mercantilistas del capitalismo. Lejos de implicar una desconexión absoluta con la sociedad, esta autonomía se configura como un diálogo constante, en el que el arte denuncia y confronta las contradicciones inherentes al sistema capitalista. Al igual que la ética kantiana, el arte autónomo no busca recompensa; se orienta hacia una realidad que le es inalcanzable. De este modo, el arte se configura como un espacio de crítica y transformación, proyectando una utopía que no es un fin idealizado, sino una fuerza que señala lo ausente y abre un horizonte hacia lo no-realizado-todavía. En consonancia con las reflexiones de Adorno y Bloch, esta utopía no consuela ni ofrece soluciones definitivas, pero incita a la acción y la crítica, guiando la imaginación hacia un futuro transformador.

El arte autónomo se presenta, por tanto, como un indicio de utopía, señalando la posibilidad de cambio que, aunque incierta, se mantiene como una fuerza crítica frente a las estructuras sociales establecidas. La industria cultural, al integrar el arte en la lógica del consumo capitalista, refuerza su mercantilización, generando una contradicción inherente al sistema. Mientras la cultura capitalista convierte el arte en mercancía, el arte autónomo resiste esta cooptación, actuando como un espacio crítico que señala esta contradicción sin ofrecer reconciliaciones fáciles. El arte autónomo mantiene su capacidad de proyectar alternativas transformadoras, sin resolver de manera definitiva las contradicciones sociales inherentes al sistema.

Finalmente, este estudio propone nuevas líneas de investigación sobre el papel del arte autónomo en el contexto de la homogeneización cultural global. Asimismo, se inscribe en la creciente demanda de reflexión sobre la teoría crítica en México, un interés resurgido en las últimas tres décadas, como señala Karla Sánchez Félix (2024), especialmente hacia los planteamientos de Karl Marx y otros pensadores de esta tradición. En un mundo cada vez más tecnificado y controlado, donde predomina el consumo superficial, el arte autónomo permanece como uno de los pocos espacios capaces de ofrecer alternativas genuinas. Lejos de conformarse con las soluciones rápidas impuestas por el sistema, el arte autónomo mantiene una distancia crítica, desafiando las lógicas dominantes y proyectando un horizonte transformador. Aunque el arte no ofrece soluciones definitivas, su capacidad para generar tensiones críticas y mantener vivas las posibilidades de cambio lo convierte en un recurso vital en la lucha por un futuro más transformador y menos condicionado por las dinámicas de consumo y control.


     

Referencias

Abbagnano, N. (1963). Diccionario de filosofía. FCE.

Adorno, T. W. (2003). Filosofía de la nueva música. Akal.

Adorno, T. W. (2004). Teoría estética. Akal.

Adorno, T. W. (2011). La situación social de la música. En Obras completas (Vol. 18, Escritos musicales V). Akal.

Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (2018). La dialéctica de la ilustración. Trotta.

Attali, J. (1995). Ruidos: Ensayo sobre la economía política de la música. Siglo XXI.

Benjamin, W. (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Ediciones Itaca.

Bloch, E. (2004). El principio esperanza. Vol. 1. Trotta.

Horkheimer, M. (1973). Crítica de la razón instrumental. Editorial Sur.

Kant, I. (1975). Crítica de la razón práctica. Austral.

Kant, I. (2018). Crítica de la razón pura. Porrúa.

Kant, I. (2004). ¿Qué es la Ilustración? Y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia. Alianza.

Paddison, M. (1993). Adorno's Aesthetics of Music. Cambridge University Press.

Rampini, F. (2018). Musica e Utopia. Ernest Bloch e la Filosofia della Musica. Mimesis.

Sánchez, K. (2024). La crítica a la modernidad capitalista de Bolívar Echeverría. Actualidad de la teoría crítica. Protrepsis. 13(26). 91-106. http://protrepsis.cucsh.udg.mx/index.php/prot/article/view/449/604


 
 

NOTAS:

[1] Con el fin de no extender el presente argumento y mantener las proporciones del artículo, he optado por no abordar en este contexto el ensayo ¿Qué es la Ilustración? (Kant, 2004), a pesar de que este ofrece una pista sumamente interesante sobre el concepto de autonomía en relación con la capacidad intelectiva del ser humano. En las primeras líneas del ensayo, Kant afirma: “Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuya responsabilidad es exclusivamente suya” (p. 83), y agrega: “Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro”. Estas declaraciones constituyen una apelación directa a la autonomía que el ser humano adquiere al superar su minoría de edad. Kant destaca la importancia de un entendimiento libre de influencias externas, en el que el sujeto razona por sí mismo. Por su parte, Adorno retoma frecuentemente la noción de mayoría de edad en sus reflexiones al referirse al gran arte de la era burguesa, señalando que es precisamente este tránsito fuera de la minoría de edad —caracterizada por la no autonomía—, lo que posibilita el pasaje y devenir del arte hacia su condición autónoma.

[2] Esta interpretación se mantiene fiel al origen del término, acuñado por Tomás Moro en 1516 en su obra Utopía, donde describe una isla ficticia que alberga una sociedad ideal basada en la igualdad, la justicia y la racionalidad. A través de esta narrativa, Moro cuestiona las estructuras políticas y económicas de la Europa del Renacimiento.

[3] Traducción propia. Título original: Zur gesellschaftlichen lage der musik.

[4] “Yet autonomous music, since the beginning of the bourgeois period, has been cut off and separated from society [...]. Its autonomy has allowed music to develop parallel to society, mirroring its antagonisms, and at the same time to diverge from it, developing an independent dynamic of its own” (Traducción del autor).

[5] “As a result of its autonomy status, music no longer has a direct function in society, nor does it serve direct (i.e. unmediated) needs.” (Traducción del autor).

[6] Attali comenta que participa indirectamente en dos maneras: en primer lugar, en cuanto su trabajo se realizará en una casa editora, por medio de asalariados que producirán un producto comercial, es decir, la partitura, o en un segundo momento el disco; en segundo lugar, cuando la partitura será comprada y interpretada por asalariados de una orquesta filarmónica o con un perfil similar.

[7] Benjamin sostiene que lo inconcluso refleja la apertura constante de la historia, desafiando la concepción de un pasado cerrado y destacando su potencial transformador: “[e]l historicismo levanta la imagen ‘eterna’ del pasado; el materialista histórico una experiencia única del mismo que se mantiene en su singularidad” (2008, p. 53).

[8] Del griego a-porós, “sin salida” o “sin paso”. Enunciado que contiene una dificultad de orden lógico que parece irresoluble, impracticable.

 

  Universidad de Guadalajara
Departamento de Filosofía / Departamento de Letras