El individuo ante la realidad: La sociogénesis de la vocación política.

The individual facing reality: The sociogenesis of the political vocation.

 
Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional DOI: 10.32870/sincronia.axxix.n88.20.25b  
 

José Roberto Hernández Fuentes
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
(MÉXICO)
CE:
roberto.hernandez@uacj.mx
https://orcid.org/0009-0003-3452-5649

Autor
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
(MÉXICO)
CE:
jerodrig@uacj.mx
https://orcid.org/0000-0003-4108-0935

       
            Recepción: 21/11/2024 Revisión: 30/30/2025 Aprobación: 18/06/2025  
         

Resumen.
El presente artículo tiene como objetivo comprender la vocación política como un fenómeno sociogenético que emerge del proceso de construcción social de la realidad experimentado por los individuos durante su trayectoria biográfica. Se parte del supuesto de que a consecuencia de los factores que intervienen en la ineludible interacción entre el individuo y el orden social que se le impone, éste asume una postura frente la realidad que lleva implícita la propia vocación política. Tomando como antecede los planteamientos hechos por Max Weber al respecto de la vocación y la vocación política, la aproximación al objeto de estudio se hace desde la perspectiva sociológica del construccionismo social que forma parte de la sociología del conocimiento y que fuese aportada por los teóricos sociales austriacos Peter L. Berger y Thomas Luckmann. Finalmente se plantea la posibilidad de que un acercamiento como el que aquí se pretende pueda contribuir a una mayor comprensión y análisis de la identidad e ideología política en la actualidad, así como sentar las bases teóricas para la construcción de una tipología de la vocación política.

Palabras clave: Vocación política. Construcción social de la realidad. Individuo. Orden social.

Abstract.
This article aims to understand political vocation as a sociogenetic phenomenon that emerges from the process of social construction of reality experienced by individuals during their biographical trajectory. It starts from the assumption that, as a result of the factors involved in the inevitable interaction between the individual and the social order imposed on them, the individual assumes a stance towards reality that implicitly includes their own political vocation. Taking as a starting point Max Weber's ideas on vocation and political vocation, the subject of study is approached from the sociological perspective of social constructionism, which forms part of the sociology of knowledge and was contributed by Austrian social theorists Peter L. Berger and Thomas Luckmann. Finally, the possibility is raised that an approach such as the one proposed here could contribute to a greater understanding and analysis of political identity and ideology today, as well as lay the theoretical foundations for the construction of a typology of political vocation.

Keywords: Political vocation. Social construction of reality. Individual. Social order.

 
 

Cómo citar este artículo (APA):

En párrafo (Parentética):
(Hernández y Rodríguez, 2025, p. __)

En lista de referencias:
Hernández, J.R. y Rodríguez, J.A. (2025). El individuo ante la realidad: La sociogénesis de la vocación política. Revista Sincronía. XXIX(88). 372-411. DOI: 10.32870/sincronia.axxix.n88.20.25b

   
 
 

Introducción
Una de las decisiones más complejas que los individuos tienen que tomar concierne a la elección de una carrera profesional. Desde la infancia suele formularse la pregunta acerca de nuestra predilección profesional “¿qué quieres ser cuando seas grande?”. Llegado ese momento cuando se tiene que decidir la profesión u oficio que definirá la trayectoria laboral y para la cual habrá que prepararse técnica y/o científicamente, el individuo experimenta una de las situaciones más determinantes de la vida personal.

Se trata de una cuestión que nos coloca de frente a un conjunto de alternativas de acción que nos exhorta a una elección entonces ficticia pero que va proyectando nuestros primeros intereses, gustos, inclinaciones, curiosidades y/o deseos por alguna o algunas actividades específicas. Es una interrogante recurrente que se presenta coloquialmente desde la niñez y cuyas profundas y decisivas implicaciones obviamente se ignoran en esa etapa de la vida. Pero ese “ser” que se plantea en la pregunta generalmente tiene un trasfondo de carácter práctico, es decir, productivo y competitivo que comienza a pensarse o definirse con relación al qué “hacer”. La pregunta en realidad es entonces “¿qué quieres hacer cuando seas grande?”

La misma cuestión vuelve a presentarse ya de forma más objetiva y responsable justo cuando el individuo se encuentra próximo a tener que formar parte de la población económicamente activa. Se busca entonces responder a la pregunta “¿qué voy a estudiar?” con el propósito de obtener los conocimientos y las herramientas que son necesarios para el adecuado desenvolvimiento de la actividad que el individuo aspira a realizar. Decidir qué estudiar no es generalmente algo sencillo, puesto que el individuo recibe de manera directa e indirecta distintas influencias e incluso presiones desde el propio entorno familiar, el círculo de amistades, la vida escolar, grupos religiosos, así como de los medios de comunicación, con el propósito de que él o la joven se decante por una u otra opción profesional considerada como lo más conveniente por diversos motivos.

Desde luego, estas influencias pueden llegar a ser decisivas en las inclinaciones de la persona, pero también lo son las diversas experiencias que tiene con el entorno social que le rodea, las cuales pueden resultar altamente significativas en términos del reconocimiento o descubrimiento de su vocación. Todas las instituciones sociales en donde se desarrolla la vida de las personas pueden llegar a repercutir de una u otra manera en los intereses más profundos de los individuos por alguna actividad. En otras palabras, las influencias y experiencias sociales que el individuo recibe y vive en el curso de su vida pueden derivar en los motivos o incentivos más determinantes para la definición de su orientación vocacional.

No obstante, la orientación vocacional tendrá inevitablemente que considerar los factores político-económicos que prevalezcan en determinado momento y lugar y así conocer las posibilidades reales que tiene el individuo para cumplir su vocación. Estos factores implican principalmente los recursos económicos con los que se cuente para poder acceder a la preparación académica necesaria que lo acredite como facultado para ejercer determinado oficio o profesión en el ámbito laboral. O bien, si el Estado mediante la política educativa contribuye a la satisfacción de la vocación profesional de las personas al garantizar diversas oportunidades de formación técnica y científica a través de las instituciones de educación superior o escuelas técnicas.

En tanto que el Mercado como el escenario en donde se presentan las oportunidades de desarrollo profesional y laboral es definitorio para la estructura y oferta curricular de las instituciones educativas. Es así que del Estado y del Mercado como del vínculo político-económico que establezcan dependerá principalmente el margen de elección de los individuos respecto de la carrera académica y profesional que buscan emprender de acuerdo con la vocación que en estos haya acontecido.

Observamos entonces que la orientación vocacional de las personas depende en gran medida de la realidad objetiva que acontece a cada una en el curso de su vida cotidiana, esto es, de las instituciones que conforman el entorno social donde se desenvuelven, así como del régimen político-económico imperante. Si bien la realidad presenta elementos objetivos en su constitución, esta siempre es interpretada por cada individuo a partir de sus propias circunstancias y condiciones, es decir, la realidad presenta también un fuerte carácter subjetivo. Se trata de la realidad que el individuo concibe como tal en el curso de su trayectoria biográfica dentro de un contexto específico, en el marco de una facticidad social, reconociendo y dotando de significado hechos sociales previos a manera de tradición.

La interpretación que el individuo hace de la realidad objetiva en el curso de su vida cotidiana representó el objeto de análisis y comprensión teórica de los sociólogos austriacos Peter L. Berger y Thomas Luckmann en un trabajo hoy clásico de esta disciplina titulado La construcción social de la realidad, que fuese publicado originalmente en 1967. Con esta obra los teóricos sociales buscaban replantear el objeto de estudio de la sociología del conocimiento al sostener, precisamente, que esta se concentra en cómo la realidad se construye socialmente desde la experiencia individual.

Pensar el fenómeno de la vocación desde este enfoque teórico, es decir, a partir de la manera en que el individuo se posiciona ante la realidad nos permite comprender además del surgimiento y consolidación de los intereses y aspiraciones de carácter profesional, la otra orientación vocacional que se manifiesta en la persona: la vocación política. Es este el tema central de la presente reflexión, donde pretendemos explicar la vocación política como un fenómeno sociogenético que se gesta en el proceso de construcción social de la realidad experimentado por el individuo en el curso de su trayectoria biográfica.

Al abordar el fenómeno de la vocación política buscamos rescatar o simplemente volver a traer a la mesa de discusión de las ciencias sociales y la ciencia política uno de los planteamientos más importantes de la obra de Max Weber, hecho ya casi al final de su vida. Consideramos que esta reflexión del sociólogo alemán reviste una gran relevancia para la actualidad política de nuestras sociedades al considerar de nueva cuenta al individuo como protagonista de los procesos sociales y políticos de la época y no sólo como mero componente de estos, como un ente abstracto que responde de manera automática a la dinámica y funcionamiento del sistema político.

La discusión política gira actualmente en torno a personajes concretos, hombres y mujeres cuyos nombres y apellidos son incluso más reconocidos que la institución u organismo político al cual pertenecen. Son los representantes y símbolos de los proyectos políticos que encabezan, defienden y tratan de implementar en el marco de sociedades democráticas naturalmente inestables que no descansan en su voluntad de transformación y, por lo tanto, en la lucha por el poder no sólo local y nacional son también mundial ¿Quiénes son entonces estos personajes? ¿de dónde vienen? ¿de qué realidad han emergido? y ¿por qué aspiran al poder político? cuestiones fundamentales que nos conducen a indagar sobre la sociogénesis de la vocación política de estos y estas hombres y mujeres que por convicción han decidido pertenecer a la vida pública.

El presente trabajo desarrolla entonces una reflexión fundamentalmente teórica sobre el fenómeno de la vocación política. Se inicia retomando algunas de las ideas principales que Max Weber estableciera sobre “la política como vocación” (o profesión), para luego explicar el carácter sociogenético de este fenómeno, lo que corresponde a la parte medular del presente ensayo. Finalmente se concluye aludiendo a las posibles implicaciones teóricas y prácticas que conlleva comprender la vocación política como resultado de una sociogénesis experimentada por el individuo en el proceso de construcción social de la realidad, particularmente en tres aspectos sustantivos: 1) la vocación política como antecedente de la ideología política, 2) la posible constitución de una tipología de la vocación política y 3) la relevancia de este fenómeno para los partidos políticos y la democracia. Tres temáticas que abren la puerta para posteriores reflexiones.

La política como vocación en Max Weber
Es probable que no exista antes de Weber (1864-1920) algún otro teórico e investigador social que haya pensado y abordado el tema de la vocación política como tal, siendo hasta entonces los trabajos clásicos desarrollados por insignes figuras del pensamiento occidental como Platón (Diálogos, ) y Aristóteles (Política,), Cicerón (De Officiis, 44 a.C), Séneca (De la Clemencia, 55 d.C), Plutarco (Vidas paralelas, 96-147 d.C), Maquiavelo (El Príncipe, 1513), Erasmo de Rotterdam (Educación del Príncipe cristiano, 1516), Tomás Moro (Utopía,1516) y Francesco Guicciardini (Historia de Italia, 1540), los que más se acercaban al tema en cuestión al reflexionar sobre las cualidades del liderazgo político.

Tampoco es fácil encontrar trabajos teóricos o de investigación sobre el fenómeno de la vocación política posteriores a Weber. En la sociología y la ciencia política, así como en la filosofía política e incluso de la psicología política predominó el interés por temas como el oficio o la profesión, la ética y las motivaciones de las y los políticos. Es hasta fechas recientes que van desde finales del pasado siglo XX y el que transcurre que comienzan a manifestarse algunas investigaciones que toman como objeto de estudio el fenómeno de la vocación política.

Sin embargo, para contar con una comprensión más amplia acerca del tratamiento teórico que este distinguido intelectual alemán realizó sobre la vocación, es necesario remontarnos a otra de sus obras más representativas La ética protestante y el espíritu del capitalismo (2007 [1904]), donde estudia a profundidad los cambios que presentó este fenómeno a partir del acontecimiento histórico de la Reforma Luterana (1517) y las implicaciones axiológicas y deontológicas que tuvo para la dinámica del sistema económico capitalista.

La vocación como profesión: una concepción de origen moderno
El fenómeno de la vocación ha sido generalmente vinculado al ámbito de lo religioso, debido a la fuerte carga espiritual que se le asignaba en el contexto cultural y político del Medievo. Ahí se concebía la vocación como “el llamado de Dios” a la vida sacerdotal o consagrada. El término proviene del latín vocatio, es decir, “llamado”, y su acepción religiosa deviene del contenido bíblico, particularmente del Nuevo Testamento. Por ejemplo, en 1 Corintios 7:20 (Biblia Latinoamericana, 2005), cuando el apóstol Pablo (o Saulo) exhorta a la comunidad a la que se dirige a que “cada uno permaneciese en la situación en que estaba cuando fue llamado” por Dios.

Con el advenimiento de la época renacentista que marcó también la entrada a la Modernidad y su característico proceso de secularización, el concepto de vocación se resignificó al romper sus entonces límites semánticos que circunscribían aquel “llamado” dentro de los márgenes de lo religioso-espiritual, repensándolo desde una perspectiva eminentemente práctica y menos contemplativa, como el “oficio” o “trabajo” que cada uno lleva a cabo.

Con el movimiento de Reforma (1517) iniciado por el fraile alemán Martín Lutero (1483-1546), la concepción vocacional fue poco a poco adquiriendo un sentido más secular. En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber abordaba la manera en que desde la interpretación del protestantismo luterano y sobre todo calvinista se concebía la cuestión vocacional, pensada desde el vocablo germano de “profesión”. Este término no refería de manera estricta a lo que comúnmente se entiende en la actualidad como un “trabajo o actividad laboral especializada”, sino principalmente a un “estado” asignado por Dios a los individuos en forma de una “predestinación”. Weber (2007) señala que: “[…] en la palabra alemana de ‘profesión’ (Beruf) hay cuando menos una reminiscencia religiosa: la idea una de una misión impuesta por Dios” (p. 85). Pero esa misión, desde luego espiritual, no tenía que ser de carácter estrictamente religioso, es decir, mediante la exclusiva dedicación al sacerdocio o la vida monacal, sino que principalmente se interpretaba en alusión a la particularidad de la situación o estado en que se encontraba cada individuo en términos de sus condiciones, su trabajo u oficio. De hecho, la palabra alemana Beruf proviene de la traducción luterana de la Biblia donde:

[…] parece haber sido utilizada por vez primera, en nuestro actual sentido, en un pasaje de Jesús Sirach (11, 20 y 21). No tardó el lenguaje profano de todos los pueblos protestantes en adoptar su significación actual, mientras que anteriormente no se encuentran huellas de esta en la literatura sagrada ni profana de esos mismos pueblos. Pero no sólo el sentido literal, también la idea es nueva: es producto de la Reforma (Weber, 2007, pp. 88-91).

Es justo a partir de aquel disruptivo acontecimiento histórico donde comienza a fraguarse el sentido que hoy en día se le da al concepto de vocación, generalmente vinculado a una profesión u oficio. Lutero presta una atención solemne al planteamiento paulino antes citado, pues el significado de su traducción no solamente se remite a la cuestión del “llamado” (vocatio), sino que considera toda la exhortación del apóstol de Tarso a los Corintios, cuando les pide “permanecer” o “mantenerse en la situación” en la que se encontraban cuando fueron o sintieron ese “llamado de Dios”. La Beruf o “profesión” implicaba entonces para el monje agustino, el respeto incondicional y una valoración cuasi mística a la situación y, por lo tanto, a las condiciones en que se estaba cuando se producía en los individuos el fenómeno de la vocación comprendido como un llamado divino. Se trataba así de asimilar la profesión como un “deber” ineluctable, de la distinción del quehacer en el mundo para el individuo que encontraba o era encontrado por Dios a través de la vocación.

Desde la perspectiva e interpretación luterana, el “cumplimiento del deber” era la manifestación individual de la respuesta afirmativa a la “misión impuesta por Dios”, expresión, para Lutero, de la profesión que determinado individuo debía asumir de una vez y para siempre (predestinación). En esta concepción de la profesión se encontraba de manera indisoluble el acatamiento del segundo mandamiento divino referente al “amor al prójimo”. Cumplir el deber que implicaba la situación y las condiciones en que se encontraban los individuos, y hacerlo prácticamente en términos de una devoción al trabajo, comprendía también el cumplimiento del segundo mandamiento. Para el precursor de la Reforma, esta idea de “profesión” marcaba una diferencia sustantiva con la manera en que desde la perspectiva católica se experimentaba la devoción a Dios, pues de acuerdo con Weber (2007),

[…] lo que engendró el concepto ético-religioso de profesión [fue que] como único modo de vida grato a Dios reconoce no la superación de la moralidad terrena por medio de la ascesis monástica, sino precisamente en el cumplimiento en el mundo de los deberes que a cada cual impone la posición que ocupa en la vida, y que por lo mismo se convierte para él en ‘profesión’ […] surge así la idea a la vez profana y religiosa del trabajo profesional como manifestación palpable del amor al prójimo (pp. 94-104)

El reconocimiento del trabajo o la profesión como una actividad sagrada conformó desde entonces uno de los principios religiosos de la ética protestante, y adquirió ese carácter sacro debido a que se asumió como la encomienda de una misión divina que a cada individuo le fue asignada a través del “llamado” de Dios. “Profesión es aquello que el hombre ha de aceptar porque la providencia se lo envía, algo ante lo que tiene que allanarse; y esta idea determina la consideración del trabajo profesional como la misión impuesta por Dios al hombre” (Weber, 2007, p. 105).

Desde entonces, la devoción al trabajo o la profesión fue comprendida como la manifestación más nítida de una verdadera vocación en los individuos. Se trata de una concepción moderna (o renacentista) sobre la vocación como llamamiento divino, a la que Lutero le imprimió un sentido más robusto, al asignarle una aplicabilidad y una praxis que, mediante el estricto cumplimiento del deber, marcó una distinción significativa respecto de la devoción contemplativa y ascética cuyo carácter monacal era representativo de la tradición católica. De esta manera, "vocación" y "profesión" fueron dos conceptos que se fundieron como resultado de la exégesis luterana de la Biblia, altamente influida por el contexto lingüístico germánico de su traductor e intérprete.

El propósito de estos primeros y breves párrafos no ha sido otro que el de presentar un fenómeno tradicionalmente comprendido desde un enfoque religioso y espiritual, a partir de una perspectiva más amplia (histórica y sociológica) aportada por Max Weber en una de sus obras clásicas. Se trata pues de la comprensión moderna del “deber profesional” como intrínseco a la concepción protestante de “vocación” (Giner et.al, 1998).

Idealmente toda profesión debe fundamentarse en una vocación que manifieste que el profesional ha elegido llevar a cabo determinado oficio o actividad porque ha descubierto en este el sentido de su propia existencia, su misión en la vida, una razón de ser y estar en el mundo. Pero ese llamado no emerge sólo como resultado de una vida meramente espiritual o consagrada a la contemplación o el ascetismo, sino que la vocación deriva también a partir de factores seculares, profanos, ajenos a determinado tipo de espiritualidad.

Ha sido a través de la “orientación vocacional” que se ha brindado institucionalmente el apoyo a jóvenes estudiantes próximos a decidir cuál carrera técnica o científica estudiar, proceso mediante el que se pretende el posible descubrimiento de la vocación profesional que se viene construyendo de manera latente en la propia experiencia individual bajo circunstancias y condiciones sociales propias de la realidad que acontece a cada persona. Los individuos no siempre se sienten atraídos por alguna de las alternativas de desarrollo profesional que presenta la oferta curricular universitaria y el mercado laboral, sino que descubren su vocación en ámbitos más tradicionales o clásicos del quehacer humano, y que no necesariamente están insertos en la vanguardia de la actividad industrial. Nos referimos a la música, la literatura o alguna de las “bellas artes”, el deporte o lo que interesa en la presente reflexión: la política.

Cuando la política se reconoce como la vocación del individuo entonces ese “llamado”, es decir, esa aspiración, ese deseo o esa necesidad que busca ser satisfecha proviene del poder, pero no de un poder sagrado o divino, sino de otro plenamente profano y mundano, es decir, el poder político. Fue el propio Max Weber el que luego de haber estudiado la vocación profesional como elemento sustantivo de la ética capitalista, se acreditaba entonces como el más indicado para analizar el tema específico de la política como vocación.

La vocación política en la perspectiva weberiana
En 1919, un año antes de su fallecimiento, Max Weber impartió una conferencia a petición de un grupo de estudiantes de la Universidad de Múnich cuyo título fue “La política como vocación”. El interés de los estudiantes y del propio Weber por abordar esta temática radicó en las condiciones socioestructurales que entonces imperaban en Alemania, como resultado de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En aquel momento, Europa comenzaba a experimentar un proceso político complejo que implicaba la transición hacia un orden democrático para todos los sectores de la población. La nación germana afrontaba y asumía ese reto en circunstancias sociopolíticas y económicas realmente adversas, debido a su situación de bancarrota, la difícil posición en que quedaba luego del Tratado de Versalles y el impacto e influencia que en muchos sectores intelectuales europeos tenía la reciente Revolución Rusa de 1917. Es así como Weber, quien poco antes había fracasado en su único intento por asumir un cargo público, consideró pertinente y necesario reflexionar sobre la política como vocación o bien, la “vocación política” para tratar de aportar algunas luces sobre el carácter idóneo que, de acuerdo con su criterio, debía manifestar el político inmerso en aquella coyuntura que se vivía en el marco de un contexto caótico para la sociedad alemana.

Es interesante el hecho de que aquellos estudiantes preocupados ante la complicada situación de su país solicitaran a Weber —quien dos años antes les había impartido la conferencia “La ciencia como vocación”— reflexionar sobre el tema de la vocación de quienes asumirían las riendas de la nación ante una situación profundamente crítica como la del periodo de entreguerras. Pareciera como si consideraran la vocación como un elemento más trascendental incluso por encima de otras cuestiones como la ideología de los líderes políticos para afrontar una realidad adversa. Y es que, una cosa parecía clara para los alemanes en ese momento: el camino era la democracia. Posteriormente, apuntaba Weber (2000 [1919]): “sólo nos queda elegir entre la ‘democracia caudillista’ con ‘máquina’ o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de los ‘políticos profesionales’ sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas que hacen al caudillo” (p. 57). En efecto, para el sociólogo alemán la vocación política radicaba y se manifestaba exclusivamente en el líder carismático, a quien representaba desde una perspectiva histórica en la figura del “caudillo”, cuyo carisma lo dotaba de peculiaridades mediante las cuales era capaz de generar un vínculo predominantemente emotivo con quienes lo seguían y legitimaban su liderazgo tanto dentro como fuera del aparato político (“la máquina”).

Aquellos alemanes estaban entonces seguros de su inclinación hacia la configuración y consolidación de un marco democrático para su nación. Faltaba sólo pensar una cuestión que no se había retomado desde los planteamientos filosóficos renacentistas: las cualidades o los atributos de quien o quienes buscaban asumir el ejercicio del poder. Weber comprendió estas cualidades o atributos de lo político como parte constitutiva de la vocación de los individuos que aspiran al poder político. Al retomar su clásica taxonomía sobre los tipos de liderazgo observa que es en el individuo carismático donde yace la vocación política, puesto que en este líder se presentan condiciones que lo liberan de determinadas sujeciones —principalmente de carácter económico— que coaccionan el desempeño de la actividad política. Debido a esto, en los primeros planteamientos expuestos en aquella conferencia, señalaba que:

[…] hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive ‘para’ la política, o se vive ‘de’ la política. Generalmente se hacen las dos cosas, al menos idealmente y, también, materialmente. Quien vive ‘para’ la política ‘hace de ello su vida’ en un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la consciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de algo. Vive ‘de’ la política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos. (Weber, 2000, p. 17).

El “caudillo” representa, para Weber, al líder carismático, a quien considera el único verdaderamente capaz de “vivir para la política”. Este líder se percibe y se experimenta a sí mismo como “internamente llamado a ser conductor de hombres, los cuales le prestan obediencia porque creen en él, y él mismo ‘vive para su obra’” (p. 10). A partir de estos planteamientos, Weber va delineando la noción de vocación política, primero al situarla en un tipo específico de liderazgo, y posteriormente al introducir las dos perspectivas derivadas de las tradiciones clásicas y renacentistas sobre las cualidades y el deber ser del político.

Por un lado encontramos en Weber el enfoque apuntalado en los planteamientos de los filósofos renacentistas Nicolás Maquiavelo y Francesco Guicciardini, cuando plantea que el caudillo, al encontrar en la política su sentido de vida, puede comprenderla en términos de asumir el poder sólo por la mera satisfacción que este le produce como instrumento de dominación y reivindicación de su autoridad, es decir, “el poder por el poder”, lo que implica una asimilación egoísta o individualista de la política y, por lo tanto, moderna. Mientras que la perspectiva clásica representada en las figuras de Cicerón y Plutarco, y que fuera seguida por las plumas de Erasmo de Rotterdam y Tomás Moro en el periodo histórico del Renacimiento, se observa en Weber cuando señala que ese caudillo puede también optar por la política en términos de su entrega a una causa al asumir el poder político como instrumento al servicio de esta, es decir, exponiendo un carácter “altruista” de la política. Al respecto apunta:

[…] en el político el ‘instinto de poder’, como suele llamarse, está, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente al servicio de la ‘causa’ para convertirse en pura embriaguez personal (Weber, 2000, p. 60).

Es probable que tanto los estudiantes como el propio Weber pensaran la vocación como un elemento clave en el líder político que aspirara al poder con el propósito de tomar las decisiones que considerara más adecuadas, necesarias u óptimas para dirigir a su pueblo hacia un mejor estado de cosas (la causa), máxime si se experimentaba una situación estructuralmente crítica. Por ende, ahondar en la vocación política por sobre otros aspectos que entran en juego dentro del campo político implica entonces buscar responder una pregunta de fondo: ¿quién o quiénes son los individuos que al arribar al poder pueden ser los más capaces de no doblegarse ante él evitando así traicionar las expectativas fundadas en toda o gran parte de una nación o pueblo? El propio Weber (2000) se formulaba esta pregunta cuando señalaba lo siguiente:

[…] la cuestión que entonces se plantea es la de cuáles son las cualidades que le permitirán [a ese líder político] estar a la altura de ese poder y de las responsabilidades que sobre él arroja. Entramos ya al terreno de la ética, que es a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser para tener derecho a poner la mano en la rueda de la historia (p. 59)

La disertación sobre “la política como vocación” encuentra un trasfondo ético, que no puede soslayarse dadas las fuertes implicaciones que conlleva tanto en quienes han decidido emprender una carrera política buscando llegar al poder o participar de él como en quienes se verán afectados de una u otra manera, por las decisiones que tome quien lleve a cabo el ejercicio de ese poder. La ética como componente constitutivo de la actividad política es donde emerge la cuestión acerca de aquel o aquella que tiene “el derecho a poner la mano en la rueda de la historia”, o bien, que manifiesta mayor capacidad de no doblegarse ante la tentación del poder.

Se trata de una cuestión ética que interpela tanto a los procesos históricos como a las configuraciones políticas contemporáneas de diversas sociedades. En muchos casos, se observa cómo el acceso al poder político conlleva una progresiva absorción de quienes lo ejercen, al punto de hacerles perder de vista la responsabilidad social y política inherente a dicho ejercicio. Esta deriva se manifiesta con particular gravedad cuando se traicionan las causas que originalmente legitimaban la lucha por el poder, convirtiéndolo en un fin en sí mismo, orientado exclusivamente a intereses particulares. A esto, Enrique Dussel (2006) lo denominaba como:

[…] el fetichismo del poder, que consiste en que el actor político cree poder afirmar a su propia subjetividad o a la institución en la que cumple alguna función —sea presidente, diputado, juez, gobernador, militar, policía— como la sede o fuente del poder político” (p. 13)

Esta tergiversación de la política por parte de quien la ejerce ha sido un problema para las naciones latinoamericanas, la cuales han presentado muchos presuntos liderazgos políticos que se han alzado como portadores de sentidas causas sociales o como poseedores de las claves técnicas y estratégicas para la resolución de profundos e históricos problemas de la sociedad que pretenden gobernar. Pero al detentar el poder político no logran resistir ante la tentación implícita en éste, lo que conduce, por un lado, a la traición de las expectativas generadas en quienes creían y legitimaban aquel liderazgo y, por otro, a lacerar las todavía jóvenes democracias representativas de nuestros pueblos.

Al inicio de la conferencia antes citada, Max Weber planteaba los aspectos generales que establecían el marco de su disertación. Comenzaba por exponer su concepción de la vocación como un fenómeno que forma parte del comportamiento humano en general. Advertía luego que su discurso no ofrecería un posicionamiento político acerca de cómo tendría que conducirse su país en aquel momento y que debía partir, para efectos del propósito del tema a desarrollar, de una comprensión de la política como actividad. En este sentido, la definición de “política” que entonces aportaría presentaba como rasgos característicos cualidades tales como la capacidad de “dirección” e “influencia” sobre el Estado, concebido desde la perspectiva weberiana a partir de un fenómeno social históricamente presente en la convivencia humana: la violencia física. Decía Weber (2000) en aquella ocasión:

Todo está fundado en la violencia, dijo Trotsky. Objetivamente esto es cierto. Si se ignorase el medio de la violencia, desaparecería el Estado y se instauraría la anarquía. El Estado reclama para sí el monopolio de la violencia física legítima. Entonces política significaría la aspiración (Streben) a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen (pp. 8-9).          

La aspiración a participar e influir en el poder concentrado en el Estado podría resumir el punto de partida de la aproximación compresiva de Weber sobre el fenómeno de la vocación política. Así, podría pensarse que todo individuo que manifieste esta aspiración tendría, presumiblemente, vocación para la actividad política. La ecuación parece entonces sencilla: si la vocación es ese “llamado interno” manifestado en términos de una atracción, inclinación, propensión, aspiración o anhelo por realizar alguna actividad, y esa actividad es el ejercicio de la política comprendida weberianamente como la capacidad de “dirección” e “influencia” sobre y dentro del Estado, entonces la suma del significado de los dos conceptos da cuenta del resultado semántico de su fusión, lo que permitiría una definición concreta de “vocación política”.

Lo cierto es que ni el propio Weber acometió el procedimiento para resolver esta ecuación al no formular una definición concreta y, sobre todo, operacionalizable del fenómeno en cuestión a lo largo de toda su conferencia ni en ningún otro trabajo. Sólo aportó una serie de elementos sustantivos para entender este fenómeno desde una perspectiva predominantemente ética, desde la cual comenzaba por presentar las tres cualidades fundamentales que para él debían de caracterizar a todo aquel que quisiera ser un protagonista de la historia de su sociedad y, quizá, de la historia del mundo desde el ejercicio del poder: la “pasión”, el “sentido de responsabilidad” y la “mesura”. A partir de la reflexión de estas tres cualidades Weber concibió dos de los conceptos más determinantes para la comprensión del político con vocación: la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. Sostenía que ambas eran parte del carácter y orientaban el comportamiento del sujeto con vocación política.

Asimismo, estableció una importante distinción entre lo que llamó el “vivir ‘para’ la política” y el “vivir ‘de’ la política”. Nociones que suelen ser las principales referencias para los analistas que se han interesado en pensar el fenómeno de la vocación por el ejercicio del poder público, a pesar de que en la disertación weberiana sólo representan las dos formas generales —también éticas— de la política como actividad profesional, pero de ninguna manera comprenden los aspectos centrales de la vocación política.

Como ya lo hemos abordado, el “para” indica que el individuo entiende la política como la entrega a una causa, es decir, como una misión de vida para la cual es necesario llegar al poder. Mientras que el vivir “de” la política refiere a esta actividad como un mero modo de subsistencia, como un trabajo más que le permite al individuo sufragarse la vida. Por lo tanto, quien manifestaba vivir “para” la política podía hacerlo, de acuerdo con Weber, porque no piensa en esta actividad con un fin lucrativo al contar con una situación económica resuelta. Así, el político podía enfocarse plenamente en su “misión política”. Quien vivía “para” la política era entonces quien tenía vocación para esta actividad.

Los aportes teórico-conceptuales hechos por un intelectual histórico y referente de las ciencias sociales como Max Weber son, sin duda, de gran relevancia y, desde luego, fundamentales al momento de intentar abordar el tema de la vocación política. No obstante, el hecho de que no estableciera una definición precisa del concepto probablemente ha inhibido el desarrollo de investigaciones posteriores al respecto y, en consecuencia, la posibilidad de engrosar el conocimiento sobre este fenómeno. Además, entender la vocación política como una aspiración a participar e influir en el poder que presenta elementales e ineludibles matices éticos, si bien permite comenzar a comprender el fenómeno en sus manifestaciones a posteriori, es decir, como una acción social, no lo hace en su carácter a priori como un proceso constitutivo que dé cuenta acerca de cómo el sujeto llegó a descubrir su vocación, lo cual también tiene implicaciones sociológicas importantes y quizá más determinantes. No se trata sólo de saber si el político tiene vocación para el ejercicio de esta actividad y todo lo que ella implica, sino principalmente de dónde viene esta orientación vocacional o bien, cómo se construyó la vocación de quienes han llegado al poder político para participar e influir en y desde él. 

Al pensar el fenómeno de la vocación política como una construcción social se comprende como resultado de un proceso que va generando en el individuo una fuerte atracción o propensión por el ejercicio del poder. Esto deriva de aspectos tanto de carácter subjetivo como objetivo que prevalecen en las relaciones e instituciones sociales que conforman el contexto donde ese individuo se ha desarrollado en el curso de su trayectoria biográfica. Desde el construccionismo social que aquí se propone como perspectiva sociológica para comprender este fenómeno desde sus orígenes, sostenemos entonces que cada individuo experimenta una sociogénesis de la vocación política.
   
La vocación como fenómeno sociogenético
Idealmente se espera que todo individuo que opta por ejercer alguna profesión u oficio lo haga “por” y “con” vocación. “Por vocación”, en el sentido de que la elección individual de una actividad profesional determinada fuese motivada por un deseo personal o bien a partir de una necesidad experimentada por la propia persona en términos de un quehacer considerado como altamente significativo; y, “con vocación”, debido a la expectativa que se tiene acerca de que lo que se ejerce a manera de oficio o profesión se debe hacer en todo momento, como si se tratase de una misión de vida que le ha sido impuesta al individuo entregando en su ejercicio lo mejor de sí.

Sin embargo, la cuestión vocacional no se resuelve simplemente en el momento en que cada individuo reconoce sus deseos por cumplir, las necesidades por satisfacer o la misión por abordar y consumar. La vocación es algo más profundo y complejo que está en el origen u orígenes de aquellos impulsos o motivaciones que el individuo experimenta al dar cuenta de lo que quiere ejercer profesionalmente. Surge así una primera pregunta que estimula la presente reflexión: ¿cuál es el origen de la vocación? o bien ¿de dónde proviene la vocación que llega a descubrir el individuo en algún momento de su vida?

Por el carácter aparentemente subjetivo de este fenómeno, las aproximaciones teóricas y empíricas más habituales que se han presentado sobre el tema suelen provenir principalmente desde el ámbito de la psicología y la pedagogía, y la respuesta generalmente nos remite a las motivaciones, impulsos o pulsiones que llevan a una persona a decidir sobre aquello a lo que pretenderá dedicarse, es decir, el oficio al cual entregará gran parte de su vida y donde obtendrá en buena medida su satisfacción personal. 

Asimismo, como ya se ha abordado, el concepto de “vocación” ha presentado tradicionalmente una impronta religiosa debido a la fuerte carga espiritual y moral que se le asignaba en el contexto cultural y político del Medioevo. Con el advenimiento de la época renacentista que marcó también la entrada de la Modernidad europea y su característico proceso de secularización, la vocación se repensó desde una perspectiva más racional y práctica y, por lo tanto, menos contemplativa, esto es, que a partir del oficio o actividad laboral que cada uno realizaba, o bien, al cual pretendía o creía deber dedicarse. Tal redefinición quedaba de manifiesto con las palabras del filósofo florentino Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), cuando en su célebre Discurso sobre la dignidad del hombre (2010 [1496])escribía: “¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido obtener lo que desee, ser lo que quiera!” (p. 5).

La libertad ha sido una de las principales banderas de la Modernidad y sin duda uno de sus principales atractivos. Posiciona al individuo frente al mundo en términos de una voluntad dotada plenamente de autonomía mediante la cual se asume la creencia de ser capaz de “obtener lo que se desee” y “ser lo que se quiera ser”. La vocación, por lo tanto, correspondería a la más clara manifestación de ese sentimiento de libertad donde el individuo reconoce aquello en lo que quiere o desea convertirse. Es por esto que, desde una mirada filosófica, “la dignidad del hombre consiste en el ‘ser llamado’ (gerufen) por el ser en la salvaguardia de la verdad del ser. Este llamado ad-viene como pro-yección, en la que se origina el estar-arrojado del Ser-ahí” (Dussel, 2017, p. 64). Así, la vocación aparece como el proyecto personal, la expectativa que le plantea el camino por el cual es presumiblemente posible llegar a la meta, el cumplimiento del deseo, la satisfacción de la necesidad o incluso el desarrollo y culminación de una misión. En palabras concretas, el sentido de la vida.

Empero la proyección se hace desde un lugar concreto, un espacio-tiempo social específico que influye significativamente en el individuo, quien: “en cualquier momento se su vida diaria se encuentra en una situación biográficamente determinada, en una posición moral e ideológica, es decir, tiene su historia” (Schutz, 2008, p. 40). Por ello, el contexto biográfico de cada persona, esto es, que los determinantes sociales, políticos, económicos y culturales de cada una, además de los condicionantes biológicos y fisiológicos, siempre serán decisivos a la hora de reconocer la vocación profesional.

Aunque el discurso de aquel insigne filósofo renacentista, escrito hace varios siglos, sigue vigente hasta nuestros días, la vocación del individuo como expresión de su libertad y autonomía, como ese “ser lo que se quiere ser”, dejó de atribuirse a la voluntad divina, y pasó a comprenderse como consecuencia de las luchas históricas que hombres y mujeres han emprendido para lograr la emancipación de cualquier lastre que obstaculice la voluntad individual. La democracia que hoy, con todos sus bemoles, sinsabores y debilidades, experimentamos y defendemos en la mayoría de las sociedades del orbe, ha representado uno de los más significativos logros de aquellas luchas. Un sistema político democrático que se apuntala precisamente en la libertad y sus diversas y fundamentales manifestaciones como pensar, expresarse, transitar, asociarse y elegir.

Experimentar la democracia aporta la convicción de que en efecto se ha alcanzado la libertad al dar cabida a una gran diversidad de posibilidades de estar, hacer y ser para el individuo. Dentro de este marco sociopolítico de pensamiento y acción, el tema de la vocación pareciese encontrar una amplia oportunidad para su realización. El individuo tendría ante sí diferentes alternativas de desarrollo profesional por las cuales pudiera optar siguiendo su vocación, siempre y cuando efectivamente la haya descubierto. No obstante, el tema de la vocación en las democracias liberales, como la nuestra, tiene implícita una condición determinante, y es que tal orientación vocacional sea coherente con la oferta o las necesidades apremiantes del mercado laboral.

Si en la experiencia democrática pretendemos asumir la anhelada autonomía individual, el Mercado —como Leviatán insospechado— constriñe este precepto liberal a una cuestión de elección entre alternativas predeterminadas. Así, la vocación profesional es un tema que se sujeta al carácter económico del régimen político, dado que es el mercado laboral el que determina las posibilidades reales de la vocación de cada individuo, es decir, si es posible su realización y cumplimiento. Por lo tanto, la cuestión vocacional no es un tema que se circunscribe sólo a la libertad individual. De esta manera, sostenemos que el fenómeno de la vocación está intrínsecamente mediado por el statu quo que caracteriza cada época o periodo histórico. La vocación está política y económicamente condicionada.

En uno de sus Ensayos sobre política y cultura (1986), titulado El individuo en la Gran Sociedad, Herbert Marcuse al observar el condicionamiento de la autonomía individual por el funcionamiento del sistema productivo, daba cuenta de una contradicción implícita en la concepción liberal sobre el individuo. La “Gran Sociedad” trazada en el discurso político estadounidense y pensada desde el American way of life, se definía como una “sociedad libre” compuesta de individuos libres cuya libertad se expresaba en la posibilidad creadora autónoma. Sin embargo, mientras se adoptaban premisas de la Ilustración como la libertad individual, la libre determinación y la voluntad del individuo, las tesis del liberalismo conciben al sujeto principalmente como actor productivo y competitivo del sistema económico, inmerso en la lógica del Mercado respondiendo a los intereses de este. Para Marcuse se trata de

[…] dos tendencias que entran en conflicto: por una parte, está el desenvolvimiento del sujeto moral e intelectual libre; por otra, el desenvolvimiento del individuo de libre empresa en la libre competencia. Podemos decir también que el individuo en la lucha por sí mismo, por la autonomía moral e intelectual, y el individuo en la lucha por la existencia, están separados (1986, p. 27).

El fenómeno de la vocación expresa este conflicto cuando el individuo atestigua que no existen ni las alternativas y tampoco las condiciones económicas dentro de su entorno para satisfacer su orientación vocacional. Es el caso de quienes desean y aspiran al desarrollo de actividades consideradas como improductivas en el estricto sentido del proceso de producción económica o bien, dentro de las llamadas actividades económicas primarias, secundarias y terciarias. Individuos que generalmente aspiran a desarrollarse o realizarse dentro del arte o incluso en alguna actividad deportiva. Es decir, oficios o profesiones que no les garantizan una capacidad de subsistencia suficiente como para una dedicación exclusiva, con la salvedad de que se pertenezca a cierta élite o clase social que asegure de manera permanente la subsistencia individual.

También encontramos en la misma situación conflictiva a individuos quienes reconocen su vocación en oficios o profesiones —técnicas o científicas— que por diversas circunstancias (económicas, culturales, geográficas, físicas, etc.) no están a su alcance. Estos se ven obligados a declinar en su aspiración y tener que optar por otro tipo de actividades cuya estimación es menor o incluso nula. 

Desde luego, se trata de que estas personas cuya orientación vocacional se sale de la lógica productiva y laboral del Mercado sean las menos posibles. El mismo statu quo como orden social e institucional históricamente ha procurado a través de la vía educativa la formación de individuos orientados hacia alguna de las áreas del sistema productivo vigente, buscando convertir —o reducir— vocaciones disidentes y/o aparentemente disfuncionales en “intereses” o hobbies que pueden “retomarse” solamente en el llamado y cada vez más limitado “tiempo de ocio”. Como lo apuntaba un clásico de la sociología, el francés Emile Durkheim (2016 [1922]),

[…] la sociedad no puede vivir si entre sus miembros no existe una suficiente homogeneidad: la educación perpetúa y refuerza esta homogeneidad, fijando de antemano en el alma del niño las semejanzas esenciales que exige la vida colectiva. Pero, por otra parte, toda cooperación sin una cierta diversidad sería imposible: la educación asegura la persistencia de esta diversidad necesaria, diversificándose y especializándose ella misma (p. 47).

La relación de la vocación con la economía o más precisamente con el mercado podemos encontrarla en el mismo Durkheim, cuando disertaba sobre la “división del trabajo social”. Esta cuestión fundamental tiene que ver principalmente con el desarrollo de la cultura y el aumento y diferenciación de las necesidades que experimentan tanto las sociedades en general como los individuos en particular. Con el paso del tiempo las diversas sociedades han visto crecer el tamaño de su población lo que en automático expande las necesidades por satisfacer. Pero no solo se trata de una expansión cuantitativa, sino también cualitativa por el hecho del carácter altamente subjetivo que ha presentado el tema de la necesidad debido a la diversidad cultural que hoy más que en otra época caracteriza a las sociedades democráticas contemporáneas.

Esto ha provocado la emergencia de nuevas y variadas tareas en los ámbitos industrial y comercial mediante las cuales se busca satisfacer el cúmulo de necesidades manifiestas. Tal amplitud de tareas o bien de actividades laborales o profesionales segmentadas por áreas de especialización es lo que da lugar a la cada vez más compleja división del trabajo social. 

Repensar el fenómeno de la vocación de esta manera permite descubrir la complejidad que lo reviste y que suele encubrirse bajo el manto de la libertad y la autonomía individual, como si la vocación fuera una de sus expresiones y realizaciones. Sin embargo, aquí se plantea que este fenómeno si bien acontece en el ámbito de la subjetividad del individuo, deviene principalmente como resultado de su experiencia en las circunstancias y condiciones socioestructurales y por lo tanto objetivas en las que se desarrolla durante buena parte de su trayectoria biográfica y que, en el fondo, responde a las necesidades o bien a los intereses del orden social establecido, es decir, el statu quo.  

Hasta aquí hemos tratado de argumentar sobre el condicionamiento objetivo de un fenómeno subjetivo como el de la vocación profesional con el propósito de evidenciar su complejidad no sólo psicológica o pedagógica, sino también sociológica. Somos conscientes que muy probablemente hemos obviado varias aristas que al respecto son también determinantes al momento de tratar de explicar la vocación profesional como un fenómeno socialmente condicionado, no obstante, consideramos que, ante el interés central de la presente reflexión, esto puede resultar suficiente.

Al pensar y evidenciar el fenómeno de la vocación como resultado de la imbricación de elementos subjetivos y objetivos experimentados por el individuo en el curso de su trayectoria biográfica, pretendemos dar cuenta de que la orientación vocacional de la persona es entonces, desde la perspectiva sociológica, un fenómeno sociogenético, que nace de las condiciones y circunstancias socioestructurales en las que se desarrolla la experiencia individual.

Ahora bien, la trayectoria biográfica de cada individuo se desenvuelve en el marco de su propia vida cotidiana, que se reconoce para cada persona como la

[…] suprema realidad que se impone sobre la conciencia de manera masiva, urgente e intensa en el más alto grado y que se organiza alrededor del “aquí” de mi cuerpo y el “ahora” de mi presente. Este “aquí” y “ahora” es el foco de atención que presto a la realidad de la vida cotidiana, es lo realissimum de mi conciencia (Berger y Luckmann, 2008, p. 37)

La experimentación de la realidad por los individuos a través de su cotidianidad, es decir, en el “mundo de la vida diaria” según palabras del sociólogo austriaco Alfred Schutz (2008), es un aspecto clave para la comprensión del carácter político de toda vocación, con independencia de la profesión que la exprese. Al imponerse la realidad de la vida cotidiana sobre cada individuo de manera objetiva, esto es, a través del conjunto de instituciones sociales primarias y secundarias que lo exhortan a actuar de acuerdo con determinadas normas o reglas históricamente establecidas, el individuo interpreta dicha normatividad institucional como expresión manifiesta del orden social, resolviendo legitimarla y en tanto reproducirla o, por el contrario, deslegitimarla buscando su posible transformación. Es justo al percibir la predisposición por una de ambas posibilidades frente a la realidad cuando el individuo reconoce el origen de su vocación política.

Es por lo anterior que nuestro trabajo parte del supuesto de que la vocación política de toda persona es una de las consecuencias más significativas de lo que se ha denominado teóricamente como el “proceso de construcción social de la realidad”, que asume de manera inexorable todo individuo prácticamente desde su nacimiento y que se desarrolla a lo largo de su vida. Este proceso fue tratado de manera sistemática por los teóricos sociales Peter L. Berger y Thomas Luckmann (1967) en una obra que ha sido trascendental no sólo para la sociología y en particular para la sociología del conocimiento, sino también para las ciencias sociales. Nos referimos a The Social Construction of Reality. Este trabajo representativo del llamado construccionismo social sociológico es el que hemos tomado como base de nuestra perspectiva teórica para la comprensión y explicación de la vocación política como fenómeno sociogenético.

La sociogénesis de la vocación política
En la vida cotidiana de los individuos se experimenta la realidad objetiva de la sociedad, que comprende varios elementos a considerar. En primer lugar, Berger y Luckmann parten de la tesis de que el ser humano como un organismo biológico consciente, capaz de desarrollar un lenguaje, dominado por motivos pragmáticos dentro de un espacio-tiempo que se le imponen tanto en su cotidianidad como en el conjunto de su biografía, es un individuo que se desenvuelve y se desarrolla dentro de un contexto social particular en donde interacciona constantemente con sus semejantes. Mediante esta interacción o conjunto de interacciones acontecidas en el marco de pautas preestablecidas, los individuos llevan a cabo una serie de actividades que manifiestan el orden social imperante en la sociedad a la cual pertenecen. El orden social es el que representa el carácter objetivo de la realidad social que los sujetos experimentan en su vida diaria. Es la expresión de la realidad objetiva de la sociedad. Luego entonces surge la pregunta ¿cómo se compone el orden social? La respuesta a esta cuestión es la que permite destacar los elementos objetivos del proceso de construcción social de la realidad desde esta perspectiva sociológica.

Para responder a la interrogante, Berger y Luckmann (2008) elaboraron una “teoría de la institucionalización”, dado que son las instituciones los elementos fundantes del orden social. Este orden se manifiesta al individuo mediante mecanismos de institucionalización que se le imponen al comenzar su vida social precisamente en un marco institucional. Las instituciones son definidas como “tipificaciones recíprocas de acciones habitualizadas que siempre se comparten y son accesibles a todos los integrantes de un determinado grupo social” (p. 74). Es decir, prácticas rutinarias que conforman la dinámica intersubjetiva de la vida cotidiana de las personas. Desde luego, las instituciones corresponden al carácter de un periodo histórico determinado y han sido creadas para orientar el comportamiento individual en aras del mantenimiento y reproducción del orden social característico de una época. La historicidad de las instituciones expone su permanencia en el tiempo y por lo tanto su “objetividad”, es decir, se han convertido en hechos sociales permanentes que moldean y controlan la conducta del individuo propiciando así el orden también llamado institucional.

Sin embargo, a pesar de que las instituciones aparecen para los individuos como hechos externos y preestablecidos, “siempre existe en la conciencia la posibilidad de cambiarlas o abolirlas” (Berger y Luckmann, 2008, p. 79). Por lo tanto, aunque el orden institucional se les impone a los sujetos como una facticidad exterior, estos, en tanto seres conscientes, mantienen en todo momento la posibilidad de emprender un proceso de cambio o transformación institucional que responda a exhortaciones o necesidades distintas a las tradicionales.

Son entonces las “instituciones” y la “conciencia individual” los elementos que expresan y caracterizan tanto la realidad objetiva como la subjetiva de la sociedad a la que pertenecen las personas. El hecho de que siempre esté presente tal posibilidad de cambio o transformación significa que los individuos son los productores de su propio orden social. Son estos quienes construyen sus propias instituciones al tiempo que someten a estas su comportamiento. En consecuencia, la realidad social se conforma de “tres momentos dialécticos: 1) externalización (la sociedad es un producto humano); 2) objetivación (la sociedad es una realidad objetiva); 3) internalización (el hombre es un producto social)” (Berger y Luckmann, 2008, p. 82). Es decir, para estos teóricos sociales

[…] el argumento central [de su teoría] es que los procesos de objetivación, realizados por medio del lenguaje en la interacción social cotidiana, construyen la sociedad y la convierten en una realidad objetiva, a través de mecanismos de institucionalización y legitimación. Los sujetos interiorizan dichos procesos de objetivación a través de procesos de la socialización primaria y secundaria (Rizo, 2015, p. 24).

La realidad objetiva se comprende por los mecanismos de institucionalización y legitimación, mientras que la realidad subjetiva por lo que corresponde a los procesos de socialización primaria y secundaria. El conocimiento de las instituciones y de su funcionamiento se le comparte al individuo a través de los “roles” que debe desempeñar en cada una de las instituciones donde tiene que desenvolverse. Aquí tiene lugar relevante el lenguaje, que en el enfoque sociológico de construccionismo social adquiere relevancia particular en la dimensión subjetiva de la realidad, debido a su implicación en los procesos de diálogo. Al asumir los roles, los individuos reproducen el mecanismo de institucionalización y “participan en un mundo social [que] cobra realidad subjetivamente” (Berger y Luckmann, 2008, p. 96). De esta manera, a través de los roles los individuos experimentan la faceta objetiva y subjetiva de la realidad social.

Los roles representan la manera en que los individuos adquieren el conocimiento transmitido por otros que les anteceden en el tiempo acerca del funcionamiento de las instituciones primarias y secundarias. Este conocimiento no es solamente de carácter práctico o procedimental, es decir, cognoscitivo, sino también normativo, axiológico e incluso emocional. La persona puede experimentar gusto o desagrado por los roles asignados, alegría, tristeza u otro tipo de emoción al asumir determinado comportamiento dentro del marco institucional. Debido a esto,

[…] el análisis de los roles tiene particular importancia para la sociología del conocimiento porque revela las mediaciones entre los universos macroscópicos de significado, objetivados en una sociedad, y las maneras en cómo estos universos cobran realidad subjetiva para los individuos. Así es posible analizar las raíces sociales macroscópicas de una concepción religiosa del mundo en ciertas colectividades, y también la manera en que esta visión del mundo se manifiesta en la conciencia del individuo” (Berger y Luckmann, 2008, p. 101).

Los “roles” además de fungir como mecanismos de reproducción institucional representan los mecanismos de legitimación del orden social. Esto significa que también tienen la función de “explicar” y “justificar” tanto la “validez cognoscitiva” (“las cosas se hacen de esta manera”) como la “dignidad normativa” (“las cosas deben hacerse de esta manera porque…”) de los marcos institucionales preestablecidos. La acción de legitimar implica la explicación acerca de cómo se hacen las cosas (conocimiento) y la justificación de por qué deben hacerse así (valores). Para esta perspectiva teórica la acción de legitimar tiene como propósito mantener la unidad entre la historia del grupo o la sociedad a la que se pertenece y la biografía de los sujetos. Con el mecanismo de legitimación se busca entonces el “mantenimiento” y “conservación” del orden institucional transmitido a las nuevas generaciones.

En el enfoque teórico de Berger y Luckmann (2008), el mecanismo de legitimación presenta cuatro niveles: 1) pre-teórico, 2) proposiciones teóricas rudimentarias, 3) teorías explícitas y 4) universos simbólicos. Estos corresponden a las fases por las que transita el individuo desde la niñez hasta la edad adulta, por lo que cada nivel comprende una complejidad distinta que va aumentando y variando con el paso del tiempo. Cabe señalar que estos estadios de legitimación se explican y se justifican de acuerdo con la etapa de formación o aprendizaje que experimenta el individuo. Así, por ejemplo, en el nivel pre-teórico se encontrarán los infantes que recién comienzan su incorporación a la vida social a través de la institución familiar, donde iniciaran asumiendo un “sistema de objetivaciones lingüísticas” (vocabulario) que les permite avanzar al siguiente estadio de legitimación, dado que ya se estará en condiciones de conocer y en su medida entender, al menos conceptualmente, las “proposiciones teóricas rudimentarias” históricamente asumidas por el grupo. Tales proposiciones conforman “esquemas explicativos pragmáticos que se relacionan con acciones concretas” (p. 121) y que se sintetizan en máximas morales, sentencias, moralejas, refranes, proverbios, etcétera, que le aportan al individuo un corpus axiológico que permite la comprensión y justificación de su comportamiento, así como del comportamiento de los demás.

Con el desarrollo y asimilación de un corpus lingüístico que le permite la interacción social con los otros pertenecientes a su grupo o sociedad, y con la definición elemental de un conjunto de valores que orientan su conducta y la justifica, el individuo se prepara de manera básica para el conocimiento y asimilación de “teorías explícitas” o especializadas que corresponden al tercer nivel de legitimación del orden social. La complejidad aumenta significativamente al verse el individuo inserto en una experiencia donde el conocimiento que recibe se concentra en un sector de la realidad, sea este de carácter económico, político o cultural, atendiendo al interés particular de cada persona o a las exigencias del grupo que en este sentido se puedan dar. En este estadio el individuo reconoce la “división del trabajo” y se enfoca en un área de conocimiento que le es transmitido por un “personal especializado” que contribuye a la explicación teórica de ese sector de la realidad. Se trata de la aprehensión de teorías sociales, económicas, políticas o de índole cultural que las personas analizan y comprenden desde su propia subjetividad. “Con este paso la esfera de legitimaciones va alcanzando un grado de autonomía vis-á-vis de las instituciones legitimadas y, eventualmente, puede generar sus propios procesos institucionales” (Berger y Luckmann, 2008, p. 122).

Es en este nivel donde comienza a intensificarse el proceso sociogenético de la vocación política, dado que el individuo al ganar autonomía está en posibilidad de replantearse o cuestionar los mecanismos de institucionalización a los que ha sido sometido, es decir, la propia realidad. La autonomía adquirida da paso al cuarto y último nivel de legitimación del orden institucional: los universos simbólicos, cuya importancia es medular en el proceso de construcción social de la realidad y como tal para la sociogénesis de la vocación política.

Los universos simbólicos
El universo simbólico de cada individuo representa lo que este concibe como totalidad del mundo social. Se trata de la concepción particular que cada individuo tiene del mundo a partir de su propio mundo. Para Berger y Luckmann (2008)

[…] el universo simbólico se concibe como la matriz de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales; toda la sociedad histórica y la biografía de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de este universo, incluso las situaciones marginales como los sueños (p. 123).

Los universos simbólicos representan también las coordenadas que permiten orientar a los sujetos en el transcurso de su cotidianidad y, por lo tanto, en la vida social que se desarrolla a lo largo de la trayectoria biográfica. Se trata del momento culmen del proceso de construcción social de la realidad que a pesar de que nunca es definitivo, o bien, nunca termina, logra generar en los individuos un “marco de referencia general” que provee una concepción de toda la actividad humana a partir de los todos los significados que constituyen ese universo simbólico en el sujeto. Por ende, para comprenderlos “es preciso entender la historia de su producción, lo que tiene tanto más importancia dado que estos productos de la conciencia humana, por su misma naturaleza se presentan como totalidades maduras e inevitables” (Berger y Luckmann, 2008, p. 124-125). Si bien los universos simbólicos radican en la conciencia individual, son el producto de objetivaciones sociales que el individuo asume como cognoscitivamente válidas y normativamente justificables dentro del orden institucional donde se desenvuelve diariamente a través de los roles que va desempeñando.

Es fácil advertir que los universos simbólicos de los sujetos comprenden los tres momentos del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Con respecto al pasado, en el universo simbólico se sedimentan una serie de recuerdos significativos de la biografía individual, una memoria en la cual aparece todo lo que ha sido relevante en la vida del sujeto y que le hace posible entender su presente. En lo referente al futuro, los universos simbólicos proyectan en el individuo escenarios deseados que motivan o dirigen la orientación de sus acciones cotidianas. Aquí, como en gran parte de su teoría, Berger y Luckmann se fundamentan en los planteamientos hechos por su coetáneo predecesor Alfred Schutz (2008) sobre la acción, proyecto y motivo, cuando establece que “toda proyección consiste en anticipar la conducta futura mediante la imaginación; no es el proceso de la acción en curso sino el acto que se imagina ya cumplido lo que constituye el punto de partida de toda proyección” (p. 49). Al seguir esta lógica, la vocación sería entonces la proyección del individuo en el futuro, pero también el conjunto de acciones desarrolladas para alcanzar o construir tal escenario imaginado. Mientras que la profesión sería el acto, es decir, el cumplimiento de aquella proyección y sus acciones correspondientes.

Para los individuos el pasado, presente y futuro es comprendido desde sus universos simbólicos construidos a través de la imbricación entre la objetividad del orden institucional prestablecido y la subjetividad de la conciencia individual en el marco de su vida cotidiana que forja su trayectoria biográfica. Es de esta manera que

[…] la sociedad entera adquiere sentido; las instituciones y los ‘roles’ particulares se legitiman al ubicárselos en un mundo ampliamente significativo. Por ejemplo, el orden político se legitima por referencia a un orden cósmico de poder y justicia, y los ‘roles’ políticos se legitiman como representaciones de estos principios cósmicos (Berger y Luckmann, 2008, p. 132).

Es posible, desde luego, comprender los universos simbólicos de los individuos como “visiones sociales del mundo” (Weltanschauung). Estos, de acuerdo con el sociólogo franco-brasileño Michael Löwy (1991), incorporan un conjunto de elementos tales como “valores, representaciones, ideas y orientaciones cognoscitivas interiormente unificadas por una ‘perspectiva’ determinada, por cierto ‘punto de vista’ socialmente condicionado” (p. 12), lo que en la teoría de Berger y Luckmann (2008) se concibe como la “definición de la realidad” que hacen los individuos, es decir, la construcción social de la realidad que han alcanzado tanto objetiva como subjetivamente. Pensados como “visiones sociales del mundo”, estos universos simbólicos comprenden

[…] un conjunto relativamente coherente de ideas sobre el ser humano, la sociedad, la historia y su relación con la naturaleza, que están ligadas a ciertas ‘posiciones sociales’, es decir, a los intereses y a la situación de ciertos grupos y clases sociales (Löwy, 1991, p. 12).

Por ende, se habla de universos simbólicos en plural y no en singular, ya que desde los diferentes sectores de la sociedad se echan a andar procesos de construcción social de la realidad de acuerdo con sus propios intereses, valores e idiosincrasia, pero también, con relación a la posición socioeconómica que ocupan en una sociedad de clases. Las sociedades occidentales presumen tener como una de sus principales características la diversidad o pluralidad político-cultural, situación que no solamente evoca la posibilidad de coexistencia entre diferentes universos simbólicos al interior de una misma sociedad, sino que también plantea la ineludible competencia entre estos. Tal competencia evidencia el carácter político de todo universo simbólico, su tendencia a imponerse como principio orientativo de los demás.

Como visiones sociales del mundo los universos simbólicos radican en la conciencia del individuo y se sustentan en objetivaciones sociales (instituciones, roles, orden social) que se sedimentan mediante mecanismos de legitimación aplicados desde las primeras etapas de vida de los sujetos a través del proceso de socialización primaria y siempre bajo los imperativos sociales de los grupos a los cuales se pertenece desde el nacimiento y que corresponden a la historia o bien a la tradición o tradiciones de un colectivo, grupo o sociedad. No obstante, el proceso de socialización que constituye la realidad subjetiva de la sociedad internalizada en el individuo y que tiene como propósito: “la inducción amplia y coherente de un individuo en el mundo objetivo de una sociedad o en un sector de él” (Berger y Luckmann, 2008, p. 164), comprende dos etapas: la ya mencionada primaria y otra secundaria. En estas fases de socialización se aplican los “mecanismos conceptuales para el mantenimiento de los universos simbólicos” de acuerdo con los niveles de legitimación que ya se han mencionado.

Estos mecanismos conceptuales de legitimación pueden variar debido a las distintas idiosincrasias de los grupos o sociedades a las que se pertenece, pero en general presentan características de tipo mitológico, teológico, filosófico y científico (Berger y Luckmann, 2008), que contribuyen a la transmisión del conocimiento y la justificación del orden institucional. El carácter que asuman estos mecanismos dependerá del grado de desarrollo económico que presente determinado grupo o sociedad, observado en la menor o mayor complejidad de la división social del trabajo que presente, es decir, del número de especializaciones requeridas para el funcionamiento de los sectores institucionales que conforman el orden social.

Una legitimación que requiera solamente de un carácter predominantemente mitológico o incluso teológico corresponderá a grupos sociales cuyo orden institucional sea relativamente sencillo, esto es, donde los “roles” desempeñados en las instituciones no requieran de un conocimiento tan diferenciado o especializado entre los individuos. Mientras que los mecanismos de legitimación que adquieren características filosóficas y científicas suelen ser constitutivos de las llamadas sociedades complejas, donde la división social del trabajo es mayor en cuanto a las especializaciones requeridas para el funcionamiento del orden institucional.

Dada la pluralidad de universos simbólicos por la complejidad de la división social del trabajo, se advierte que si bien se alcanza la integración social gracias a los mecanismos de legitimación que también otorgan coherencia interinstitucional, estos universos exponen visiones sociales del mundo de las cuales una o algunas pueden llegar a manifestar en determinado momento una actitud disidente o contestataria al grado de entrar en pugna con el poder, desafiando conceptual y paradigmáticamente al status quo o bien, el orden establecido y sus detentores. Al respecto, esta teoría construccionista señala que

[…] el proceso de transmisión de un universo simbólico de una generación a otra plantea un problema [en el que] algunos individuos habitan el universo transmitido en forma más definitiva que otros, y que el problema se acentúa si algunos grupos de ‘habitantes’ llegan a compartir versiones divergentes del universo simbólico” (Berger y Luckmann, 2008, pp. 134-135).

Esto es lo que para Alfred Schutz (2008) se comprende como “el problema de la realidad social”, cuando apunta que “el hecho de que yo pueda definir la ‘misma’ situación de manera radicalmente distinta a la de mi semejante conduce, desde el punto se vista filosófico, al problema de la realidad” (p. 24). Es aquí donde la teoría sociológica de Berger y Luckmann (2008) adquiere matices politológicos que precisamente hacen posible pensar, entre otras cosas, la manera en que desde el proceso de construcción social de la realidad acontece los individuos el fenómeno de la vocación política, ya sea sustentado en el sentimiento de una necesidad de cambio o transformación del estado de cosas (el individuo proyecta un cambio) o por el contrario, en la convicción del mantenimiento y conservación del orden social establecido (el individuo se proyecta en la misma realidad).

Si bien representan definiciones de la realidad aparentemente sedimentadas, los universos simbólicos no son únicos, fijos e inquebrantables. En efecto, su predominancia como: “matriz de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales” (Berger y Luckmann, 2008, p. 123) puede ser amenazada o seriamente cuestionada por razón de diversas circunstancias hasta el punto de provocar graves dudas en los sujetos sobre la definición de la realidad asumida. Esta situación provoca dos tendencias fundamentales generadoras de conflicto sociopolítico: una hacia la transformación y otra persistente en la conservación. Son precisamente ambas proclividades las que exponen la preexistencia de una vocación política en los individuos que los puede motivar a querer: “participar en el poder o a influir en la distribución del poder” (Weber, 2000), con el propósito de generar los cambios que se consideran necesarios o bien, afianzar el mantenimiento del orden social establecido ante las amenazas percibidas en su contra.

Mientras no se propicie la necesidad de un cambio o transformación del orden social, prevalecerá la legitimación de los individuos sobre sus instituciones y en consecuencia del orden social establecido. En otras palabras, permanecerá el acatamiento, la conformidad y plausibilidad sobre status quo.

Sin embargo, a consecuencia del aumento de la complejidad de la vida social como resultado de la profundización de la división del trabajo, los sujetos pueden llegar a forjar un conocimiento que trascienda los umbrales de las generalidades propias del sentido común. Si bien el sentido común le permite desenvolverse funcionalmente en las instituciones donde participa (acatando los roles convenidos), no le es suficiente para formularse preguntas sobre la constitución del orden institucional que contribuye a mantener mediante la legitimación de los roles que desempeña. El cuestionamiento sobre el orden institucional sólo puede manifestarse cuando los individuos van ganando cada vez mayor autonomía, lo cual solo es posible a partir del tercer nivel de legitimación de la realidad objetiva que plantean Berger y Luckmann (2008), es decir, el de las “teorías explícitas o especializadas”.

Los grados de autonomía adquirida aquí corresponden a etapas de la trayectoria biográfica del individuo en las cuales comienza a recibir conocimiento proveniente no ya de su grupo primario (la familia), sino de grupos que poseen y administran conocimientos especializados y por lo tanto diferenciados que van fraguando en el individuo una identidad cada vez más autónoma. Se trata entonces de la fase secundaria del proceso de socialización, que se define como “la internalización de sub-mundos institucionales cuyo alcance y carácter se determinan por la complejidad de la división del trabajo y la distribución social concomitante del conocimiento” (Berger y Luckmann, 2008, p. 172). El grado de autonomía individual llega a madurar en el cuarto nivel de legitimación que son los universos simbólicos, los cuales, como “cuerpos de tradición teórica diferenciados llegan a concebir toda la experiencia humana dentro de un marco de referencia general” (Berger y Luckmann, 2008:120), donde no solo se acata el orden institucional o la realidad objetiva, sino que también se le cuestiona con el propósito de consolidación y conservación o de crítica y transformación.    

A lo largo de este proceso de construcción social de la realidad implicado en el transcurso de la trayectoria biográfica de los sujetos, deviene la vocación política de estos. Este tipo de vocación comienza a percibirse luego de que los individuos han llegado a un punto o nivel de legitimación del orden institucional donde ya no solamente acatan y conforman su comportamiento de acuerdo a disposiciones, convenciones, normas, pautas, reglas, tradiciones y costumbres históricamente heredadas por su grupo social, sino en el que se empieza a configurar una perspectiva que va proyectando, cada vez con mayor fuerza y nitidez, su autonomía individual fundamentada en un corpus teórico cuyo conocimiento le genera un enfoque especializado y complejo que a su vez le permite definir una “visión social del mundo” que puede ser relativa o radicalmente acorde o diferenciada de la realidad, orden social o status quo.

A manera de conclusión
Al repensar el tema de la vocación política luego de que, como se señala en uno de los trabajos más recientes al respecto, “los estudios lo han abordado parcialmente, o han trabajado conceptos relacionados con la teoría de las élites basándose en enfoques sustentados en la profesionalización y en la carrera de los políticos” (Alarcón y Trujillo, 2020, p. 4), intentamos cumplir con el propósito de reconsiderar la relevancia teórica y empírica que creemos tiene este fenómeno en la actualidad.

El fallecimiento de Max Weber un año después de la publicación de la obra que contiene sus primeros y únicos planteamientos al respecto, El político y el científico (1919), impidió el posible desarrollo y sistematización de una teoría o quizá un trabajo de investigación más amplio sobre la política como vocación. Asimismo, la carga religiosa y espiritual o al menos la romantización que se le sigue atribuyendo a la vocación como si este fuese un concepto que sólo idealizara la figura y el proceder de los políticos, ha sido otro factor que pudo haber restado interés en su análisis, al considerarlo por ende como un concepto sesgado. También como señalara el politólogo español Manuel Alcántara Sáez en su trabajo sobre El oficio de político (2017), “el desarrollo de la democracia representativa hizo que los estudios politológicos pusieran más el acento en el papel desempeñado por el pueblo soberano o por las reglas institucionales que la inspiraban” (p. 16), lo que supuso desatender el estudio sobre el individuo concreto que ejerce el poder en el proceso de toma de decisiones. 

Desde la sociología y en particular desde la sociología del conocimiento bajo el enfoque del construccionismo social, aportado por los sociólogos austriacos Peter L. Berger y Thomas Luckmann (2008) al desarrollar teóricamente el proceso de construcción social de la realidad, hemos intentado comprender la vocación política como un fenómeno sociogenético que se gesta durante la trayectoria biográfica de cada persona y acontece cuando esta, al adquirir autonomía individual, legitima o deslegitima el orden social que ha experimentado a lo largo de su vida cotidiana. De esta manera, buscamos demostrar, al menos teóricamente, que este fenómeno reviste mayor complejidad de la que comúnmente se piensa, es decir, que la cuestión vocacional no se reduce meramente a un asunto de motivos e incentivos para el ejercicio de una actividad. Creemos que toda vocación es una construcción social porque deviene de la experiencia individual en las condiciones y circunstancias sociales particulares. Sin embargo, la vocación política emerge específicamente de la postura que el individuo tiene ante la realidad que le ha acontecido durante su trayectoria biográfica, y que se distingue por el hecho de manifestar su conformidad o plausibilidad con el estado de cosas que ha experimentado o bien, su inconformidad e inadmisibilidad frente al mismo.

Comprender la vocación política como un fenómeno sociogenético nos permite establecer al menos dos supuestos que consideramos relevantes como posibles aportes tanto para la teoría política como para la sociología y ciencia políticas. Por un lado, si la vocación política emerge al legitimar o deslegitimar la realidad que impera en la vida cotidiana de los individuos, y esto los hace proclives al mantenimiento o la transformación del status quo, se abre la posibilidad de construir una tipología en la cual se establezcan diferencias y similitudes sustantivas de este fenómeno. Sostenemos que la construcción de una tipología de la vocación política es viable porque contribuye a comprender desde su origen y de manera más objetiva las afinidades y distanciamientos entre las diversas identidades políticas que las personas llegan a definir, optando por una u otra de las alternativas políticas ofertadas a través de las tradicionales organizaciones partidistas.

Desde luego, una tipología de la vocación política no se limita a las tendencias de conservación y transformación, sino que dependerá fundamentalmente de varios aspectos sustanciales relativos al “cómo” se debe logar el mantenimiento o cambio de la realidad vivida. Ambos aspectos implican una concepción del poder en cada individuo. Buscar la conservación o la transformación del status quo es querer mantener o cambiar la manera en que se ejerce el poder desde las instituciones. Esto implica entonces que la persona tiene una concepción del poder fraguada a partir de la experiencia que ha tenido con ese poder o conjunto de poderes al momento de pertenecer a distintas instituciones durante su trayectoria biográfica. Tal concepción del poder expondría entonces el cómo debe de ejercerse para su conservación o transformación. Por lo tanto, la vocación política puede ser entendida también como una vocación por el poder y, en consecuencia, caracterizarse de acuerdo con la manera en que se comprende el ejercicio del este, independientemente de su orientación mantenedora o transformadora. Así, por ejemplo, al tomar como referencia “las cuatro formas antropológicas del poder” desarrolladas por Heirich Popitz (2019, pp. 51-65), podríamos hablar de cuatro tipos de vocación política: de acción (el poder como pasión), instrumental (el poder como coerción), autoritativa (el poder como dominación) e instauradora de datos (el poder como manipulación).

Por otro lado, al manifestarse este fenómeno vocacional justo en el primer posicionamiento crítico del individuo frente a la realidad que ha experimentado, hace posible considerar este momento político fundamental como un antecedente decisivo de la definición ideológica de cada persona. El acontecimiento de la vocación política en el individuo representaría entonces el preludio de la identidad o la ideología política asumida. Al pensar este fenómeno como antecedente ideológico resulta relevante al momento de intentar comprender determinadas actitudes, comportamientos y decisiones de las personas ante la cuestión política, tanto aquellas que participan dentro del poder como las que están fuera de él. Esta posibilidad cobra mayor importancia en la actualidad dado el incremento del transfuguismo que ha puesto cada vez más en entredicho la consolidación de la definición ideológica de las gentes y de los mismos partidos políticos. Conocer la sociogénesis de la vocación política de cada individuo, sobre todo de aquellos y aquellas que participan e influyen de una u otra manera en el poder político, constituye un valioso recurso que contribuye a una explicación más amplia y objetiva de esta expresión del pragmatismo que representa hoy en día el político tránsfuga.

Finalmente, creemos que el estudio amplio y profundo del fenómeno de la vocación política, precisamente por lo argumentado en los párrafos anteriores, resultaría relevante tanto para los partidos políticos y su dinámica interna, como para la propia vida democrática de los pueblos. En lo que respecta a las organizaciones partidistas, el hecho de poder contar con información detallada acerca de la vocación política de sus militantes y de manera particular de quienes buscan acceder a alguna candidatura por un cargo de representación popular, implica la posibilidad de tener la certeza de que dicho militante o aspirante a candidato realmente converge con la ideología del partido y por ende representa la identidad política de este. Esto es importante sobre todo por el descrédito actual que pesa sobre los partidos políticos los cuales se ven ahora —unos más que otros— con fuertes problemas de solidez en sus convicciones y en la responsabilidad que tienen frente al sector o conjunto de sectores que representan.

Asimismo, la democracia como sistema político complejo no puede comprenderse sólo desde las instituciones o el sistema de partidos que la componen, sino fundamentalmente desde los individuos que participan en tales instituciones y organizaciones partidistas. Como lo hemos reiterado en la presente reflexión, las personas asumen una postura inicial frente a la realidad que experimentan en la vida cotidiana. Dicha realidad, al menos en lo que corresponde a nuestra época, presume entre otras cosas de un carácter democrático que finalmente será legitimado o no por los propios individuos debido a la experiencia que han tenido en lo que se les ha presentado y transmitido como democracia. La participación o la abstención en procesos democráticos o cualquiera otra forma de manifestación individual en coyunturas democráticas (el anulismo, por ejemplo), representará también una expresión de la vocación política de las personas. Por lo tanto, el estudio de la sociogénesis de la vocación política puede también contribuir a la explicación de la experiencia democrática de las personas y en consecuencia de sus diversas posturas frente a realidades presumiblemente democráticas.

 
   

Referencias

Alarcón, F., y Trujillo, J. (2020). Medición de la vocación política a partir de la adaptación y validación de la escala de Calling. Revista Española de Investigaciones Sociológicas. (171). 3-22.

Alcántara, M. (2017). El oficio de político. Editorial Tecnos.

Berger, P. y Luckmann, T. (2008). La construcción social de la realidad. Amorrortu.

Dussel, E. (2017). Para una ética de la liberación latinoamericana. Siglo XXI.

Dussel, E. (2006). 20 tesis de política. Siglo XXI.

Giner, S., Lamo, E., y Torres, C. (1998). Diccionario de Sociología. Alianza Editorial.

Löwy, M. (1991). ¿Qué es la sociología del conocimiento? Distribuciones Fontamara.

Marcuse, H. (1986). Ensayos sobre política y cultura. Editorial Artemisa.

Popitz, H. (2019). Fenómenos del poder. Fondo de Cultura Económica.

Rizo, M. (2015). Construcción de la realidad, Comunicación y vida cotidiana — Una aproximación a la obra de Thomas Luckmann. Intercom, Revista Brasileira de Ciências da Comunicação, 2(38) 19-38.

Schutz, A. (2008). El problema de la realidad social. Escritos 1. Amorrortu.

Weber, M. (2007). La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Colofón.

Weber, M. (2000). El político y el científico. Colofón.


 
 
Universidad de Guadalajara
Departamento de Filosofía / Departamento de Letras